Estaba allí, en Albión, trabajando de portero de noche en un hotel que para más inri parece que pertenecía a la mafia. Noches de vigilia estudiando, a cubierto tras la baraja, esperando que llegaran los últimos inquilinos borrachos o dieran por terminada la noche las putas más veloces. Mi amigo T., de quien escribí un teen noir que anda por aquí dentro muerto de hartazgo.
Lo mismo para un roto que para un descosido, mi amigo T. hoy podía echar una mano en el bar o reponer las toallas. Españolito que vienes a England te guarde Dios y esas cosas. Lo que no habrán visto sus ojos en esos meses de no enterarse de casi nada y sonreír a destiempo a casi todas las cosas.
Una noche, un equipo de rugby se instaló en el hotel. Todos ellos fornidos, cuadradotes, de orejas rotas y labio colmilludo. O sea, lo menos parecido del mundo a Matt Damon, para que ustedes me entiendan. Tropecientos chicarrones del norte de Europa, todos ellos, rapados, tatuados, músculos sobre los músculos, bebiendo después del partido, en el hotel donde mi amigo T. trabajaba de portero de noche.
Y habían perdido el partido. O sea, que no estaban de muy buen humor, los deportistas.
Aquella noche, precisamente, mi amigo T. estaba echando una mano con las copas. O sea, sirviendo a granel a aquellos chicarrones del norte de Europa alcohol de quemar como sólo saben quemar los del norte de Europa. Imaginen ustedes la situación un momento, porfa: dos docenas de señores petados, vikingos de pelo corto, hijos de la Gran Bretaña, borrachos como cubas. Y cabreados, muy cabreados, ellos. Y un chaval de Andalucía, harto de pasarse noches en vela, añorando el cazón en adobo y las gambas a la plancha.
--¿No te conozco a ti de algo? --va y le pregunta a mi amigo T. uno de los jugadores. O sea, como Humungus de Mad Max, pero en algo más feo.
--Pues no, no tengo el gusto --contesta mi amigo T., en el inglés que ya chapurreaba.
--¿No eres tú el que nos ha pitado el partido?
--Pues no. No, qué va. Yo soy de España, ¿sabe usted?
--Pues te pareces al hijo de puta que nos ha robado el partido.
--Ah. Lo siento. No, yo no soy árbitro. Yo soy de España.
--¿No era español el árbitro de los cojones que nos ha robado el puto partido porque le ha salido de la polla? --terció otro jugador. Más o menos como el primo de Vin Diesel, pero con un bulldog tatuado en la paletilla.
--¿Era español? --preguntó el primero, mientras mi amigo T. se escapaba de puntillas, tiqui tiqui tiqui tín, como Pablo Mármol cuando escapaba a los boliches con Pedro Picapiedra.
La cosa no acabó aquí. Empezó, más bien. El mal perder, y el mal beber, suelen llevar al mal pensar. Encorajinados por la derrota, hasta aquí de pelotazos en el país que inventó los cócteles, en algún momento de la melopea acabaron por llegar a cuatro conclusiones: 1) les habían robado el partido; 2) la culpa fue el árbitro; 3) el árbitro era español.
Imaginen ustedes la cuarta conclusión.
Exactamente: el árbito español que les había robado el partido era el mismo portero de noche que les estaba sirviendo las copas. Y, sin pintarse la cara de azul ni nada, recordando las arengas de William Wallace, el equipo entero se levantó (con esfuerzo) como un solo hombre y decidió que había llegado la hora de la venganza.
Mi amigo T., a salvo en el mostrador de recepción, con su libro de texto abierto por el tema que más se le atascaba, los vio venir por las pantallas de vigiliancia. Como el desembarco de Normandía, pero sin aviones ni Tom Hanks que valga. Como una horda de bárbaros de los que pintaba Frank Frazetta antes de que su hijo le limpiara el museo de obras maestras.
Clamando venganza contra el árbitro español que les había robado el partido y que tenía la cara dura de venir a reírse de ellos y a servirle copas. Mientras se entretenían derribando extintores y volcando papeleras, el corto trayecto que había desde la disco-bar a la planta baja del hotel, mi amigo T. recogió el libro y se echó a correr pegándose patadas en el culo escaleras arriba.
Lo siguieron en tromba, dándose cates entre sí para pasar de dos en dos por la estrecha escalera. Venganza al puto árbitro español que nos ha robado el partido, te vas a enterar de lo que vale una paella. Mi amigo T., que conocía el hotelito mejor que la palma de su mano, llegó corriendo a la habitación del pánico, un despacho con puerta de acero reforzado donde no podía entrar un alma. Llegó, cerró, se apostó detrás de la mesa, y no dejó de controlar la marabunta de jugadores de rugby que lo buscaban por todos los huecos del hotel.
Llamó a la policía. Y siguió viendo el espectáculo de extintores mandados a la quinta puñeta y cuadros de Turner estampados contra el pasamanos de la escalera de incendios. Como en Soy leyenda, pero en vez de vampiros, con jugadores de rugby pasados de whiskies y de otras sustancias.
La policía llegó una hora más tarde, los hizo entrar en razones, los disolvió y les puso una multa que no te menees, por destrucción de propiedad ajena y por pasarse un mucho con un chaval que, vale, era español y se parecería al árbitro que les había robado el partido, pero que no era.
Y como la policía británica es mucha policía británica, y un bruto británico es un bruto, pero es británico, allá que se pusieron por la mañana, todos los jugadores en fila, las manitas a la espalda y la cabeza baja, custodiados por los dos agentes de la autoridad, y le fueron pidiendo uno por uno disculpas a mi amigo T., porque sería español y se parecería al árbitro que les había robado el partido, pero no lo era.
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