Creo que es Buñuel, en una de esas películas que confundo siempre porque no he visto enteras, quien juega a invertir los tópicos y los tabúes de esta sociedad nuestra. O sea, defecar en comandita y comer en privado.
A mi amigo MP le pasó una vez, más o menos eso mismo. Imagino que aunque el tópico dice aquello de "picha española nunca mea sola", lo de cagar, lo que se dice cagar, ya es otra historia.
Habían invitado a mi amigo MP, y a otros muchos amigos, a un chalet, no sé si ilegal o no como tantos otros chalets ilegales hay en la zona. O sea, años ochenta, imagínense ustedes, un grupo de chorbos y chorbas en edad de merecer, a ver quién pilla, que imagino que no pillaría nadie.
Mi amigo MP, en cualquier caso, tuvo que poner pronto los pies en polvorosa. Motivo hubo. Educado y muy limpio, mi amigo MP, mientras los demás conversaban en el salón, procedió a darse una ducha. Hasta ahí, todo correcto. Su toallita, su jaboncito, su muda de ropa, su cepillito de dientes. Lo típico.
Estaba el buen hombre allí solazándose consigo mismo, que ya saben ustedes lo bien que se siente uno cuando le sienta bien una ducha, cuando empezó a tener ciertos movimientos intestinales. O sea, un pedillo mascornao. Uf, falsa alarma. Pasaba del champú al gel cuando, rayos y truenos, el pedillo contraatacó. Y entonces le llegó la certidumbre absoluta de que no, no eran gases. Era algo más gordo. La fabada del día anterior, o los burritos picantes de la cena, o la manteca colorá con chicharrones del desayuno, los cubatas cargados de la velada anterior, el café con leche entera, cualquiera sabía. Un volcán aquí en la parte de los medios bajos, una centrifugadora en marcha, y la certeza absoluta que vino cuando supo que no, que no iba a poder contener mucho más tiempo, que sus esfínteres no eran precisamente una presa: Coño, que me cago.
Así que mi amigo MP salió de la ducha, sin secarse ni nada, y se dio la vuelta para buscar la taza donde descargar el stock sobrante de comidas variadas. Y, sí, imagino que como a ustedes y como a mí le daría mucho coraje cagar después de ducharse, que siempre queda mejor hacerlo primero.
Mas héte aquí la sorpresa. Y el recuerdo. Aquello era una ducha. Mismamente, una habitación donde no habia más que la bañera (por aquí abajo todas las casas tienen bañera, aunque poca gente se baña, prefiriendo la ducha, y algún día les expondré por qué me parece que las bañeras son trampas de muerte para los viejos que quizá lleguemos a ser algún día). O sea, un cuartito pequeño, con su bañerita, y ninguna taza. Mi amigo MP recordó demasiado tarde que el cuarto de baño de verdad, o sea, donde uno se lava los dientes, se revienta los granos, se oculta las arrugas y se pasa la filomatic por el rostro estaba al otro lado del pasillo. Justo pasando por donde los otros miembros de la reunión charlaban animadamente de sus cosas.
Entonces llegó el momento atávico. La vergüenza de cagar. Entre retortijones de dolor y emanaciones sulfurosas, mi amigo MP no supo a qué carta quedarse. O se secaba a toda leche, se vestía a medio vestir, salía del cuartito de la ducha (que no era una ducha, sino un baño, dicho queda), cruzaba el salón y entraba en el otro cuarto a la vista de todo el mundo... O no se le ocurrió otra alternativa. Le dio corte, de pronto, ser el hazmerreír de todo el mundo. "Corre, corre, que te cagas", le diría aquella morenita progre con quien había imaginado un par de veces repasar las doctrinas de Hegels o de Immanuel Kant. "Allá va ese bólido", le gritaría el dueño de la casa. Y luego, mientras se sentaba allí en el trono frío y procuraba que no hubiese eco, seguro que al otro lado de la puerta lo único que se escucharía era el silencio de los contertulios, haciendo cuenta atrás del sonido de sus deposiciones.
Así que no, ni hablar. Mi amigo MP no iba a dar el espectáculo mientras cruzaba la casa en busca de un cagadero en condiciones. Aguantaría como un jabato, saldría a la reunión, departiría amablemente con aquella chica que hoy seguro que milita en la derecha católica, y luego, como haciéndose el longuis, diría que iba a ponerse los calcetines, o a afeitarse la pelusilla, o a reventarse un grano. Y entonces se sentaría en el invento del señor Roca y zas, fuego el uno, se aliviaría.
O no. Porque el mejunje estomacal insistía, como Papillón en busca de la salida de Guyana. No iba a poder aguantar. Se lo iba a hacer encima. Durante un momento de alucinación (porque mi amigo MP tiene muchos momentos de alucinación en su vida), decidió no salir. Jamás. En la vida. Se lo haría encima y esperaría al lunes a que se hubiera ido todo el mundo. Entonces, con la casa vacía ya, se vestiría en silencio y pondría pies el polvorosa.
Mientras bailaba en pelotas, primero sobre un pie, luego sobre otro, muerto de frío y con calambres dobles, decidió que era imposible pasarse allí tanto tiempo. Los demás sospecharían. Un infarto, pensarían. Un telele. Echarían la puerta abajo y se lo encontrarían allí, cagado hasta las trancas, esperando que pasara la tormenta. O sea, que no, no podía encerrarse y dejar que pasaran las horas.
Los calambres eran ya de interrogatorio del KGB. Un sudor frío se había unido al chorrear de la ducha que no había podido secarse del cuerpo. No iba a tener más remedio que, sí, aaagh, hacérselo encima.
Y se lo hizo. Qué remedio. Volvió a meterse en la bañera, acuclillóse, y tratando de que no hubiera eco, por si lo oían, mi amigo MP se quitó un peso de encima. El fruto maduro de sus noches de bohemia quedó allí, flotando en el suelo de la bañera.
Tuvo entonces la feliz idea de abrir el grifo y, con la corriente a todo chorro, ir empujando los mojoncillos hacia el desagüe. Calentita el agua, lo descubrió, la mierda se disolvía mejor y pasaba más fácilmente por el agujero.
Pero no pasaba toda.
Venga agua y más agua, venga presión y más presión, y aquel mojoncillo negroide, adornado de restos de frijoles o de sésamos del pan del McDonald´s se negaba a seguir el camino del resto de sus compañeros de vientre. Más agua. Más presión. Más temperatura. Nada. El puñetero mojón no cabía por el desagüe, y con más agua, simplemente, se daba media vuelta y se iba flotando hacia el otro extremo de la bañera.
Es igual, pensó MP. Aquí se queda. Me visto, me marcho, y ya mañana que se pregunten quién se ha cagado en la bañera. Pero, claro, era probable que alguien entrara por casualidad o sin ella en el cuartito de baño donde, mierda, no había un sitio decente donde echar la mierda, y entonces sabrían todos que había sido él, él, con sus dos carreras y su hablar tranquilo y su experiencia en el mundo de las finanzas.
No se le encendió una bombillita, pero casi. Tenía el teléfono de la ducha en una mano, el mojón a los pies, todo rodeado de agua, y entonces se le ocurrió lo inevitable. La única salida. Era eso o no era nada. Desenroscó el teléfono, quitó la tapa, cogió con inevitable asco el fruto de sus entrañas que jamás estudiaría en un colegio de pago ni se convertiría en punkie cuando tuviera dieciocho años y, con paciencia, poquito a poco, lo metió dentro del tubo del teléfono de la ducha. Lo que sobró, que sobró algo, lo emplastó como pudo justo donde enrosca la pieza con los agujeritos.
Y no se notó nada. Se enjuagó las manos y las enjabonó a base de bien, usando esta vez el agua del grifo y no de la ducha, se secó, se vistió, se reunió con los demás como si allí no hubiera pasado nada, cuando lo que no pasaba era precisamente la mierda por el desagüe, y en cuanto vio una oportunidad dijo que tenía que hacer algo importante en otro sitio y puso tierra de por medio dejando mierda por detrás.
Los dueños de la casa nunca supieron quién había sido el bárbaro que no sólo se cagó en la ducha, sino que les estropeó el teléfono para los restos.
Ya lo dicen por ahí: la mierda flota.
Comentarios (26)
Categorías: Lo mejor de cada casa