De mis peculiares amigos, mi amigo F. es quizá mi amigo más peculiar. O a lo mejor no, quién sabe. Baste hablar de que, cuando renegó de las gafas y decidió usar lentillas, se compró también unas gafas de cristal blanco para ponérselas encima de las lentillas. O sea, acorazado doble.
Mi amigo F. trabaja como profesor y asesor informático. No entremos en detalles, que eso hace, desde el Quijote, más misteriosa la cosa. Tiene un montón de alumnos en el colegio oficial donde trabaja desde hace unos años. Pongamos que es un colegio de arquitectos. O de aparejadores. O de abogados. Lo que ustedes quieran. Entre clase y clase, y porque es buena gente como son buena gente mis amigos todos (joder, parezco Marco Antonio ante la tumba de César), mi amigo F. suele cultivar después buenas amistades. Y esas amistades, gente de posible y ya mayor que se apunta ahora al carro de la informática que no conocían precisamente por cuestiones de edad, a veces le piden que les haga tal o cual instalación de un ordenador, o de una impresora, o de un antivirus.
Don Ramón era uno de esos arquitectos, o esos aparejadores, o esos abogados. Un señor mayor que vivía en una mansión algo vetusta, con una esposa anciana y encorvada más que echada para adelante. A don Ramón mi amigo F. le instaló el ordenador, los cortafuegos, los antivirus, la impresora, la configuración de la cuenta. Todo.
Y don Ramón, como debía tener ochenta años o más, se murió un día. Estaba mi amigo F. en la cena anual del colegio oficial de arquitectos, o de aparejadores, o de abogados, y entre copichuela y taquito de jamón, se lo comentó una comensal.
--Pues se ha muerto don Ramón de tal y cual. ¿Lo conoces?
--Sí, claro --respondió mi amigo F.-- Qué lástima. Tan buena persona, tan caballero. Yo le instalé el ordenador.
Y no siguió enumerando las demás cosas que la había instalado al pobre anciano que acababa de pasar a mejor vida. O a peor, a lo mejor, quién sabe.
Tres o cuatro meses más tarde, terminadas las clases nocturnas, mientras iba apagando las luces del colegio (un pasillo largo que se va cerrando clase por clase, pasillo por pasillo, como el túnel aquel por el que Maxwell Smart entraba en los sótanos de Control), le suena a mi amigo F. el móvil. Lo atiende.
Y entonces una voz cascada, como de ultratumba, le dice:
--F., F. (insértese aquí el nombre real de mi amigo, pongamos que se llama Paco). Pacooo, Pacoo... No me funciona nada. No me funciona nada.
Mi amigo F., patidifuso, se queda inmóvil en medio del pasillo, oscuro detrás, iluminado delante.
--No me funciona nada. No me funciona nada.
Y entonces, entre parpadeo y escalofrío, no tiene más remedio que hacer la pregunta:
--¿Pero quién eres?
--Soy Ramón.
--¿Quién?
--No me funciona nada. Soy Ramón.
--¿Ramón? ¿Qué Ramón? ¿Ramón el del chino? ¿Ramón el de Ramón y Mila? ¿Ramón el del Dúo Dinámico?
--No me funciona nada. No me funciona nada. Ramón de tal y cual.
--¿Cómo?
--Ramón de tal y cual, Paco. No me funciona nada. No me funciona nada.
Mi amigo F., cada vez más boquiabierto, con los pelos más de punta que la espalda de Espinete, intentó encontrar un resquicio de cordura en lo que le estaba pasando.
--¿Ramón de tal y cual? ¿Ramón el de...? ¿Al que yo le instalé el ordenador y la impresora y...?
--No me funciona nada, Paco. No me funciona nada.
Mi amigo F. estuvo a punto de decirle que cómo iba a esperar que le funcionara nada, si estaba muerto. Pero se contuvo.
--No me funciona nada --siguió quejándose la voz de ultratumbra--. Ni la impresora, ni el fax, ni nada. No me funciona nada.
Mi amigo F. logró conservar la calma. Con una sangre fría de la que diez minutos antes no se habría creído capaz, logró entender que al fantasma resucitado de don Ramón de tal y cual se le había estrogorciado toda la instalación informática. O quizás desde el otro barrio no tenían línea ADSL.
--Tranquilo, que yo te lo miro --dijo mi amigo F.--. Yo te lo miro. Sigues, ejem, viviendo donde siempre, ¿verdad?
Es decir, no le preguntó en qué nicho de qué cementerio estaba su nueva morada. Tras confirmar que era la mansión de costumbre, colgó el teléfono. Bajó las escaleras hasta la planta baja y no apagó las luces según iba dejando atrás los pasillos.
Abajo había un par de arquitectos, de aparejadores o de abogados charlando. Le vieron la cara blanca.
--¿Te pasa algo, F? Parece que hubieras visto a un fantasma.
--¿Os acordáis de don Ramón de tal y cual?
--Claro. El pobre murió, ¿no?
--Eso pensaba yo. Pero me acaba de llamar por teléfono.
Acojonados los tres, hicieron como sólo hace quien está colegiado para comprobar si una persona se ha mudado al otro barrio o no: comprobaron si estaba al día de las cuotas. En unos papeles no lo estaba. En otros, sí.
Y llegaron a la conclusión de que nadie es tan tonto como para seguir pagando cuotas muerto, si la mayoría no las paga estando vivos. O sea, como la de Mark Twain, la noticia de la muerte de don Ramón de tal y cual había sido un poco exagerada.
Y así, tres o cuatro días más tarde, haciendo de tripas corazón, mi amigo F. fue a casa del susodicho a descubrir por qué no le funcionaba nada. No lo asegura, pero estoy seguro de que ese día se colgó la cruz de Caravaca, se guardó dos estampitas de la Virgen del Carmen entre el carnet de identidad y el del partido en el que milita, y se metió entre pecho y chaqueta una petaca llena de agua bendita.
Joder con don Ramón y el no me funciona nada.
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