Los más jartibles están, estamos, de enhorabuena. Se acabó la crisis. Todas las preocupaciones del año y de la vida pasarán durante más de un mes a segundo plano. Cierto, perderemos un poco el mordiente que sería necesario con la que nos está cayendo encima, pero como somos como somos, la ciudad que sonríe hará durante un puñado de semanas honor a su nombre. Ya estamos en Carnaval, a un mes de distancia del Carnaval todavía, aunque uno se lo cuente a alguien de Logroño y se crea el gachó que nos estamos quedando con él. Cualquiera le explica, encima que aquí simplemente el Carnaval no se crea ni se destruye, sino que se transforma y se pone la careta de otro año.
Dicho lo cual, y como nos hemos internacionalizado en demasía, perdiendo casi todo lo que hacía que el Carnaval fuera nuestro, luego nos tocará quejarnos del caos del primer sábado, donde el atasco de salida allá donde el aparcamiento de la obra infinita creará marabuntas humanas camino de la estación lejana. Y que no veamos una agrupación en la calle ese día (cosa que, de verdad, como ese día ya no salgo, casi no me preocupa ni nada).
El Carnaval tiene una cosa curiosa: ninguna retransmisión televisiva le hace justicia a cómo se ve y se escucha y se siente dentro del Falla. Ni Canal Sur, ni Onda Cádiz, ni los especiales, nada. Igual que tampoco le hace justicia la grabación en cedé o antes en vinilo o en cinta, que siguen sonando a hueco. El Carnaval, lo sabemos todos, como se vive y se goza esa en vivo y en directo, cuanto más cerca de la agrupación mejor, pero nos tenemos que contentar con hacernos con recuerdos que lo sustituyan, que tampoco es mala cosa.
Tampoco le hace justicia el cartel. No sólo el de este año. Hace ya mucho tiempo que el cartel que anuncia la fiesta es más soso que un caramelo de agua. Antes, recuerden ustedes (“¿Quién eres, joé?” “¡El del cartel, ¿po no lo ves?”) el criterio estético del cartel era puesto de chupa de dómine por las mismas agrupaciones del concurso, siendo la más celebrada la interrogación retórica de los Borrachos a cuenta del que firmó Alberti. Tiene que ser muy difícil, a estas alturas, innovar en el tema, pero sobre todo es imposible si las bases para la realización del cartel son tan restrictivas que parece que están pidiendo cada año que se repita el mismo cartel: aparte de los datos escritos de fecha, eso de que tenga que aparecer lo de “Interés turístico internacional”, y el logo del ayuntamiento y demás, súmenle el consabido monumento de la ciudad. Al final, claro, lo que acabamos viendo que se presenta a concurso, cuando concurso hay, es un puñado de variantes sobre la Torre Tavira, las Puertas de Tierra, el Monumento a las Cortes, los leones de Correos, la Caleta, la diosa Gades o, como este año, la Catedral. Con más o menos gracia, con más o menos arte, y con un puñado de muñequitos saltando o posando alrededor, muñequitos que se sobreentiende que son gaditanos disfrazados, pero que no lo parecen porque son eso, muñequitos.
Dudo que al final se consiga lo que en teoría se pretende, que es que se anuncie la fiesta que es, o fue, puramente gaditana. Los carteles que se premian, y los que no se premian, valen tanto para un roto como para un descosido: son carteles tan genéricos como las medicinas baratas. Lo mismo pueden anunciar el Carnaval de Cádiz que el de la Chimbamba, con la que sin duda nos hermanaremos algún día.
Y digo yo, ¿no sería más representativa una fotografía? ¿Abrir al menos el concurso a que la foto que inmortalice un momento del carnaval en el Falla o en la calle pueda representarnos? ¿Una foto de una agrupación señera, esa que se identifica fácilmente allá por donde vaya? Estamos en el siglo veintiuno, y se puede hacer arte con algo más que pintura y acuarelas.
Publicado, a la mitad, en La Voz de Cádiz el 18-01-10
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