La Navidad es sobre todo recuerdo, y ya sabemos que el recuerdo tiende a la mitificación. Cualquier tiempo pasado fue más cálido y la memoria se nos llena de presencias de sabores y olores que ya no relacionamos con los que experimentamos ahora, bien porque la sesera flaquea o porque la interpretación de lo que hemos hecho en el pasado, lo dicen los psicólogos, es un constructo que amoldamos según nos interesa para ir sobreviviendo a la disonancia cognitiva. Hay cosas, sin embargo, que nunca fueron. El día de hoy, sin ir más lejos.
En los almanaques de los tebeos de antaño el Día de los Inocentes era, antes que nada, un jolgorio de muñecos blancos colgados en las espaldas de los incautos personajes de la Escuela Bruguera o la Editorial Valenciana. Bromazos inocuos, aunque a veces hubiera mucha mala leche allí dentro y uno acabara sintiendo una doble pena por Carpanta o por Bartolo el vago. Al niño que yo era, y al niño que sigo siendo, le fascinaba la idea de que personas mayores hechas y derechas se dedicaran a hacer lo que yo no era capaz de intentar siquiera, quizás porque las vacaciones de los años sesenta eran la época en que los niños nos quedábamos en casa mientras nuestros honrados papás se dedicaban a buscar regalos en el grupo de empresa. O sea, que no teníamos oportunidad de salir a la calle con media docena de recortes de periódico con cabeza, manos y patas, para prenderlo en la espalda de un caballero de gabán y bufanda o una buena señora de bolsa de la compra y apuro con los mandaos. La única opción que nos quedaba, y era un engorro, era colgarnos el sambenito (o como se llamara, mi mujer dice que en el Puerto se llaman “lárgalos”) de un hermano a otro. O sea, una broma sin gracia.
La verdad sea dicha, nunca he visto a nadie por la calle con el muñequito colgado. Y no tengo constancia, aunque la habrá, posiblemente, o la hubiera en otras épocas, de que los honrados ciudadanos de este país de nuestras subidas de la luz se dediquen tal día como hoy a gastarse bromazos en el cafelito de media mañana o en la cola de la fruta de la plaza, bajo las goteras. El día de los Santos Inocentes ha quedado, me temo, como buena parte de la Navidad cada vez más desvirtuada, para que los periódicos nos cuelen una trola inane, pero nos cuelan tantas trolas y tantos errores y tantos desmentidos cada día, que ya ni siquiera hacen gracia. Y no digamos ya las teles, donde el presentateur o la presentatrice nos largan la gracieta sonriendo de oreja a oreja, cuando uno ya sabe que la gracia de la broma está en hacerla con cara de palo, sin mover una ceja. Y luego, naturalmente, negarla.
El día de los inocentes, en otras culturas, está desligado de la Navidad: lo hacen el uno de abril. Aquí el de la foto, que lo mismo tiene alma de anglosajón, hasta lo comprende, porque ya de chiquetito le chocaba aquello de que en plena fiesta religiosa nos dedicáramos a celebrar la matanza de un puñado de recién nacidos, con la polémica que eso desataría ahora, y encima haciéndolo de guasa y broma. Extraño país el nuestro, catoliquísimo en Pascua y tan dado a lo pagano en Navidad, desde la figurita que caga en el portal de Belén a los villancicos donde la espiritualidad se sustituye por la continua invitación al chunda-hunda y el atracón o el cachondeo a costa del pobre de San José, del que ahora, tan tarde, hacen befa y mofa en Nueva Zelanda.
Publicado en La Voz de Cádiz el 28-12-2009
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