Me preguntaron el otro día en una charla sobre Charles Dickens a la que me invitó José Manuel Benítez Ariza, por qué escribía. Y contesté, claro, con las dos respuestas que uno ya sabe de toda esta historia: la primera, la respuesta a la gallega (aunque creo que también lo dice Stephen King), la pregunta a mi vez de por qué no escribe todo el mundo, puesto que uno no concibe el mundo sin hacerlo; la otra, la semi-humorística, aunque con su pizquita de realidad: porque así me ahorro una pasta en loqueros.
Sin embargo, y aunque me han hecho esta pregunta muchas veces y he contestado lo mismo y he olvidado el tema, esta vez no se me ha ido del todo de la cabeza. Porque, claro, quizá ustedes me ven aquí engreído y diletante, pero la procesión y los fracasos y las angustias y los dolores van por dentro. Con la excusa de la crisis o sin ella, me temo que las carreras literarias de los que formamos la tercera división de todo esto andan estancadas desde hace un par de años... y lo que nos espera. Yo mismo tengo en el disco duro cuatro novelas terminadas e inéditas: una policiaca, un teen noir, una de terror, otra de aventuras juveniles. No quisiera darlas por perdidas, pero aquí andan, acumulando negativas después de haber acumulado excusas de retrasos.
Corren malos tiempos para la lírica. Los que fuimos carne de cañón editorial ya ni siquiera somos eso. Cuando la inteligentsia del fandom de lo fantástico, esa que descubre la salvación del universo cada vez que se reinventa, nos pone a correr en carreras de caballos en las que no queremos competir, y convierte sus quinielas en leyes en piedra, y habla alegremente de nuestras "carreras" literarias, uno comprende que no comprenden de la misa la media. Porque la inmensa mayoría de los que formamos, ya digo, la tercera división, antaño segunda b, de esto de escribir y publicar, nunca hemos tenido oportunidad de ir formando una carrera. Cada uno de nuestros libros ha sido, y sigue siendo, una pirueta en el vacío, un ir a por todas para luego ir bajando el listón, el deseo de comernos el mundo para ir dándonos luego de comer poco a poco nosotros mismos. Cuando nos buscan señas de identidad que no ven, no comprenden que lo que no tenemos es, precisamente, la arquitectura mínima que nos permita tener una señas de identidad comunes, en tanto ninguno de nosotros se dedica a escribir a tiempo completo: somos diseñadores, profesores, animadores socioculturales, bibliotecarios, qué se yo. No vivimos de lo que escribimos, y no hemos podido desarrollar, creo que no por falta de calidad, una vida consagrada a preparar un libro con todas las consecuencias.
Ojo, esto no es ninguna excusa: significa, simplemente, que porque queremos vivir de la literatura tenemos que ser infieles a los géneros, y saltar hoy de la ciencia ficción al policial, o a lo fantástico, o a lo juvenil (ahora creemos que lo juvenil es la panacea) a ver si algún día damos en el clavo de una temática o un estilo y entonces, y a partir de entonces, somos capaces de desarrollar una obra coherente que nos permita estilizar nuestro trabajo. Se nos va la vida en eso, a algunos que ya llevamos aporreando teclas treinta años. Dudo que algún día encontremos ese santo grial.
Por eso flaqueamos. Me cuentan que en otros géneros y con otros escritores admirados y apreciados, en lo histórico, pinta la cosa igual. Las editoriales solo apuestan a caballo ganador, y en cualquier caso sólo apuestan una vez. No hay segunda oportunidad. Un libro se quema en tres meses y un escritor se quema en menos de un año. Que el escritor no pueda hacer otra cosa sino escribir el libro y ver cómo el libro no se publicita ni se distribuye es algo que no entra en la ecuación. Pero es la verdad pura y dura.
Llevo año y pico diciendo que lo dejo. Que hasta aquí he llegado. Que hay cosas más importantes y divertidas en la vida. Que ya me he dado demasiadas veces contra el cristal. Que tengo ya cincuenta tacos y nunca nunca voy a conseguir un éxito mediano que me permita pagarme un viaje o quitarme deudas de encima. Por si no lo saben ustedes, lo digo ya: no creo en los premios literarios, aunque pico religiosamente y me gasto una pasta en enviar libros a concursos que nunca gano.
Y, sin embargo, aquí estoy, insistiendo. ¿Por qué escribo? Cuatro novelas en el disco duro y sin visos de publicarlas en un lugar medio decente que me pague un anticipo medio indecente (porque hay libros recientes que todavía estoy esperando cobrar, no sé si lo saben también ustedes, que quizá lo hayan pagado religiosamente). Ya tengo el ego satisfecho: publicar por publicar no me satisface, no me interesa, he quemado y matado demasiados libros.
¿Por qué escribo? Periódicamente tengo charlas o cruzo correos electrónicos con Juan Miguel Aguilera, con David Mateo, y entre lloros e ilusiones siempre les digo eso: que lo dejo. Juan Miguel, este verano, consiguió sonsacarme una novela a medias con la que nos hemos divertido horrores. David no ha logrado todavía que ponga las dos manos en una novela de zombis, entre otras cosas porque los zombis no me gustan, y porque sé que la editorial que podría estar interesada no nos va a pagar el mísero anticipo.
El desaliento es el enemigo principal del iluso que se dedica a esto. Aún peor que el síndrome de la página en blanco: el síndrome de la página escrita que no tiene dónde caerse muerta. Súmenle ustedes a toda esta historia que el libro electrónico nos va a barrer a todos, a editoriales, libreros y sobre todo autores, y verán que el futuro no es halagüeño ni mucho menos. Y voy a cumplir cincuenta y un años.
Llevo casi dos diciendo que lo dejo. Y en ese tiempo he escrito tres de las novelas que están aparcadas en mi disco duro: un teen noir, una novela de terror, una novela juvenil de aventuras escrita a cuatro manos. Escribo guiones de historieta, y una media docena de relatos. Cuando me ponga en serio, a lo mejor soy capaz de escribir esa novela que me quema y que no quiero que se me queme. Y he empezado estos días una novela intimista que será a la vez novela y ojalá que también tebeo.
Le debo mucho a este último libro. Me está devolviendo a mis raíces en más de un sentido. Me contesta a la pregunta, y me reafirma que la respuesta era sincera. Inconsciente o conscientemente, escribes pensando en un público. A veces, pensando demasiado en un público, o en un jurado, o en un fan. Mi estilo, que viene de la poesía y no del best-seller, ha ido simplificándose con el tiempo, haciéndose más afilado, menos barroco (que es el adjetivo que siempre me ponen, igual que siempre se sorprenden, cáspita, cuando me dicen que escribo bien: ¿qué menos puede hacer un escritor entonces?), más asequible. Más universal, pero quizás menos mío. A veces hay que despojarse de artificios para llegar al gran público, pero yo lo he intentado y no lo he conseguido. El factor suerte, determinante en esto de la literatura, no me acompaña ni lo ha hecho nunca. Jamás podré controlar ese destino.
Y sin embargo, ya les digo, sigo escribiendo. Y es en este nuevo libro, del que llevo treinta páginas escasas, y que no sé si llegaré a acabar, o a publicar siquiera, donde he vuelto a reencontrarme, no sólo porque la temática me afecta directamente aunque yo no sea el protagonista, sino porque trata de la infancia, de la adolescencia, del descubrimiento de los libros y, después, del descubrimiento de la literatura. Estoy escribiendo este libro y lo estoy haciendo para mis amigos, y sobre todo lo estoy escribiendo para mí. Nunca será un best-seller, nunca interesará a una editorial que esté por la literatura y no por las hamburguesas, quizás no llegue nunca más allá de mi disco duro y de las tres direcciones de correo a las que lo envío.
Pero me ha congraciado con este hecho absurdo, doloroso, ridículo y a la vez tan enormemente divertido que es escribir. Lo hago para mí. Escribo para el lector que yo soy, el lector que se formó en la poesía y la prosa poética, el que hila las frases atendiendo a los sonidos, el que dibuja con palabras y saborea las imágenes, el que prefiere la emoción a la peripecia, el que sabe que no todos los que leen tienen quince años, y que existe el canon aunque nadie le haga caso.
¿Por qué escribo? Porque tengo que explicarme el mundo. Porque tengo que dejar constancia de lo que he visto y lo que he sentido, de lo que he escuchado y lo que he leído, de lo que he amado y he sufrido. Porque es lo que me rescata del tedio cuando me encierro, a solas, ante esta pantalla sucia, frenta a estas teclas borradas. Escribo porque me cuento historias a mí mismo y me transmito sueños.
Escribo porque es lo único que sé hacer como sólo yo lo hago.
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Categorías: Literatura