Allí compré mi primer disco, y ha quedado en mi recuerdo como el sitio donde me aventuré yo solo en busca de tesoros musicales: Paul McCartney & The Wings, “Live and let die”. Durante la primera parte de mi adolescencia se convirtió en recalada del paseo de cada sábado por la mañana, en busca de música y de tebeos. Luego, poco a poco, y al correr de las décadas, en el lugar donde se encontraban los reyes de pilas ruidosas, las zapatillas de felpa, las botas de charol. Frente a sus escaparates canté con mi chirigota ilegal y escuché cantar a muchas chirigotas cuando el buen sentido me quitó del protagonismo del carnaval de la calle. Soriano, que era lo mismo que decir Correos, Plaza de las Flores, el Andalucía donde siempre nos encontrábamos a Fernando Quiñones, la Marina, la academia donde se fraguó Alcances e hice mis primeros pinitos como profesor particular.
Ya nunca más. Aquellos grandes almacenes, tan pequeñitos en comparación con lo que ha venido luego, se despiden entre aplausos del público que acude en masa a arramblar con lo que queda en los estantes. Es ley de vida. Quizá sea hasta aconsejable que las calles cambien las fisionomías de sus negocios, que se renueven y ofrezcan productos nuevos para públicos nuevos. El Cádiz que muchos llevamos en los recuerdos y la nostalgia, lo he dicho alguna vez, se parece cada vez menos al Cádiz que encontramos de paseo: los cines que ya no quedan, los kioscos que desaparecieron, los bares y cafeterías donde alegramos nuestras esperas, las pastelerías donde siempre había una tarta de manzana y una tertulia cada sábado, las librerías de intelectuales amables que vivían, va ya para diez años, de lo que vendían el mes de salida de los libros de texto, aquella papelería donde siempre se encontraba el formato o el rotring que no había en ninguna otra parte, la ferretería donde nunca faltaba aquella pieza imposible, la tienda de ropa de cajones de madera y muebles oscuros, la tienda de electrodomésticos donde te podías echar una trampa y que era tan tuya como era de todos porque escuchábamos la publicidad todos los días en la radio.
Es bueno que el mundo se renueve, ya digo. Lo malo es que se anquilose y todos esos solares no se reconviertan a otra cosa desconcertante e iluminada. Porque demasiadas veces la ferretería, la librería, la tienda de paños o de electrodomésticos son hoy, después de mucho tiempo, el cascarón vacío de los tesoros que contuvieron, los cines han desaparecido y son bancos o son nada, los kioscos ya no quedan, ni la venta de libros de saldo en la puerta de aquellas galerías comerciales que hoy no sé si son oficinas o son un todo a un euro.
Desde esos escaparates vacíos nos contemplan las décadas del siglo que vivimos. Quizá la burguesía comercial gaditana fuera así siempre, una inversión a veces de por vida, una empresa a la que la familia luego no supo o no pudo o no quiso dedicarse. Lo cantó Víctor Jara, y lo escucho en los i-pods de mi mente y veo la explicación de nuestro entorno como no la entendí cuando compraba sus discos: “Mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos pusieron tienda y mi nieto es funcionario”.
Compruebo que los negocios que perduran en nuestra ciudad lo hacen porque son el proyecto de alguien que comprende que esa es su vida entera, y que durarán, si no hay relevo dentro de la misma familia, hasta que los alcance el tiempo. Debe doler tanto cerrar un negocio como tuvo que doler levantarlo.
Publicado en La Voz de Cádiz el 14-12-2009
ESCAPARATE DE MODA-PINTOR ERNEST DESCALS.
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