En la Venecia de Corto, en la de Casanova, en la de Dago, en esa ciudad de cuento de hadas o de película catastrofista de ciencia ficción, imagino que todo el mundo habrá vivido anécdotas a punta pala. Yo tengo tres al menos, insignificantes como toda anécdota, con un punto de diversión, quizás, o de misterio, quién sabe.
Mi primera noche en la ciudad y acabábamos de desembarcar. Paso del Ecuador, año ochenta y uno. Luego siempre digo que Venecia es esa ciudad que huele a gato, y aquella primera noche fue verdad, por encima de la humedad, de las estatuas blancas de ojos negros y labios manchados de hollín y tiempo.
Apenas nos había dado tiempo a perdernos y ya nos detuvimos en el primer sitio que encontramos, entre callejas oscuras, a tomar un refresco. Era un bareto cutre, como salido de una película neorrealista italiana, el suelo de serrín, las mesas de mármol muy gastado, las sillas y el mostrador de esa madera oscura que ya sólo se ve en esos bares españoles donde no han querido ponerse a la década. Hacía mucho frío.
Antes de volver a explorar las calles, sin saber que íbamos a perdernos buena parte de la noche, hubo que hacer la visita obligada al cuarto de baño. Si el salón en sí era cutre, el cuarto de baño no se le quedaba atrás, naturalmente. No había luz, y se meaba no contra la pared, ni en una taza, sino en el suelo, colocando los dos pies sobre una plataforma de porcelona. Ya pueden ustedes imaginarse cómo hedía.
Como no había luz, dejé la puerta entreabierta. Y estaba allí, aliviándome, cuando de pronto experimenté esa sensación que hasta entonces, y quizá sólo entonces, había leído en los libros: algo o alguien me estaba observando. Fue una sensación extraña, como de película de fantasmas. No pude evitar volverme para comprobar que no había nadie, como en efecto no lo había. Había algo.
Una gata de colores, sucia, flaca, se había asomado a la puerta y me miraba con la cabecita ladeada. Un escalofrío me recorrió la espalda: no es que den miedo lo gatos, pero la insistencia de aquellas dos pupilas hendidas en la penumbra me dio miedo.
Terminé la micción, volví a la mesa con el resto de mis amigos, y seguimos charlando de tonterías mientras apurábamos las cocacolas y terminábamos, uno por uno, de visitar el cuarto de baño.
La gata, mientras tanto, me seguía mirando.
No sé si lo comentamos allí mismo o si ya lo he incorporado a esa invención que es el recuerdo. Pero no es falso que, cuando terminamos la consumición, y pagamos, y volvimos a salir a la calleja, justo cuando doblábamos ya la esquina y nos internábamos en otra piazza, me volví a mirar el bareto. Y allí, en la puerta, asomada, con la cabecita ladeada, me seguía mirando aquella gata de colores, sucia y flaca. Imagino que me confundiría con alguien que recordaba y que era un animal inofensivo.
Pero me dio miedo.
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Categorías: Las aventuras del joven RM