Cuando éramos niños, creíamos que la esclavitud y los piratas eran algo muy lejano, propio de los libros de historia y las novelas de Mark Twain o de Rafael Sabatini, un par de circunstancias muy feas que se terminaron allá por el siglo diecinueve. Luego, nuestra propia historia de conocedores o protagonistas de emigraciones y, aún más tarde, de ser dolorosos testigos de inmigraciones en pateras o cayucos nos hizo ver que la explotación del hombre por el hombre no tenía ni siquiera, en muchos casos, que molestarse en ser sutil. De un tiempo a esta parte, comprobamos que tampoco El Hombre Enmascarado, criado ex profeso para ello, consiguió erradicar la piratería en el mundo.
Es una de las noticias del momento. En mares remotos y procelosos, al amparo de la geografía y los resquicios de las leyes internacionales, échenles ustedes un galgo, todavía existen grupos de piratas que viven a cuenta de abordajes y secuestros, herederos tardíos del Tigre de Malasia, nietos de Flynn, cambiados los sables y el gato de siete colas por lanchas veloces y subfusiles que, oh, ironía, compran a los gobiernos de la misma gente a la que esquilman y retienen.
Nos ha tocado de cerca en el caso del Alakrana, un berenjenal jurídico y político que tiene a los marineros de rehenes y al mundo occidental, el del buen rollito y la palmadita en la espalda, rendido de rodillas ante grupos sociales que están todavía en el siglo diecisiete. Gente normal, como usted y como yo, a un tris de sufrir en carnes lo que quiera que los piratas modernos consideren hoy un paseo por la plancha; unas familias angustiadas que no saben a quién recurrir; un gobierno que no sabe si hacer uso de la política o de la fuerza; unas medidas judiciales que, te cambio un rehén por otro o no lo cambio, lo único que parece que han conseguido es embrollar todavía más la historia, y el tiempo que pasa y les juega a los desdichados marineros a la contra, en tanto su situación no mejora y, como todos los rehenes que en el mundo han sido, dejan de ser noticia cuando otra catástrofe ocupa las primeras planas de los periódicos.
Lo malo de toda esta historia es que difícilmente tendrá una solución que aguante más allá de este caso concreto. No sólo tienen los marineros las de perder: también las tiene el gobierno, si negocia, porque negocia con quienes en el fondo no son sino unos terroristas con un nombre más romántico; si no negocia y emplea una acción militar como esas que sólo parece que son capaces de hacer americanos y franceses, porque sin duda habrá derramamiento de sangre y ahí se las darán todas desde la oposición y las emisoras de radio, aunque hasta cinco minutos antes estén pidiendo esa medida. Si la cosa se resuelve, como esperamos que se resuelva para que los marineros regresen a casa, nada impedirá que el caso se reproduzca de nuevo, con otros barcos, no importa de qué bandera sean.
En todo este impasse, me parece que se nos escapa la reflexión necesaria. Y es que en este tinglado, por mucho que de niños nos identificáramos con Sandokán, en el fondo nos toca, a occidente, interpretar el papel de James Brook, el rahjá de Sarawak: el malvado administrador impuesto por el capital. O sea, el papel del villano.
Publicado en La Voz de Cádiz el 16-11-2009
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