Sólo una serie tan inclasificable como Doctor Who es capaz de dedicar un episodio de una hora entera a asustarnos del agua. Del agua marciana, además. Un episodio trepidante, lleno de emociones y de buenos personajes a pesar de lo sencillo de la premisa, la típica historia de monstruos extraterrestres y humanos encerrados en un entorno aislado.
Sin embargo, lo que hace grande este episodio es cómo se lo toma todo el mundo en serio. La misma serie, pese a su presupuesto ínfimo, supo nadar ya desde los años sesenta entre el terror, la ciencia ficción más deasaforada, lo psicotrónico, el humor, la aventura, y su gran baza es que saltaba y salta de una cosa a la otra, sin complejos, sin hacerse parodia ni considerar que sus muchos espectadores son idiotas: ni el cine español ni la televisión española serían capaces nunca de realizar una serie así, porque les puede la vergüenza y la confusión entre la formalidad externa del producto y la supuesta importancia trascendente de los argumentos. Doctor Who, que es trascendente cuando le da la gana y no deja nunca de ser desopilantemente divertido, es una patada en la boca a todos los que desprecian los géneros porque no son capaces de hacer géneros. Que tantos y tan buenos actores británicos shakespearianos hayan aparecido en la serie a lo largo de las cinco décadas que más o menos lleva en antena dice mucho de la concepción que en otros sitios se tiene de la televisión... y hasta del arte.
The Waters of Mars es un episodio sencillo, sí, pero está cargado de emoción y, sobre todo, de empatía. Un Doctor solitario se enfrenta al dilema de intervenir o no intervenir en un futuro que sabe inamovible, con la sombra del episodio Los fuegos de Pompeya siempre en el aire. Por encima de la peripecia vital de los seis o siete astronautas en Marte está la peripecia personal de un Doctor que se pliega a unas leyes que ya no existen, en tanto los Señores del Tiempo ya no existen, y que sin embargo sabe que su decisión puede alterar el futuro. El último tercio del episodio nos muestra la tristeza de ese ser extraterrestre que ama la vida por encima de todas las cosas y sin embargo debe aceptar la muerte (entre otras muertes, ay, la suya propia), y luego el acelerado clímax de acción, y el sorprendente y durísimo final. No todo el mundo, ya digo, es capaz de contar tanto en tan poco tiempo, desarrollando un pasito más lejos un personaje que no sólo no está definido y cerrado, sino que se expande todavía, y se seguirá expandiendo en el futuro.
Quedan dos episodios más con David Tennant a bordo. Lo vamos a extrañar muchísimo. Las cuatro llamadas del destino se acercan: el propio Doctor sabe que no podrá evitar el encuentro con su propia muerte en Samarcanda. Otro Doctor seguirá, y el mito se reciclará para una nueva generación de espectadores.
Tiene difícil la papeleta el joven Matt Smith, pero no olvidemos que quien más difícil la tiene es Steve Moffat: la brillantez incuestionable de los episodios sueltos que ha guionizado hasta ahora quizás nos haya deslumbrado tanto que olvidemos, sin querer, el grandísimo trabajo que ha hecho Russel T. Davies al revivir la serie, y al escribir tantos buenos episodios.
En Navidad, en dos partes, The End of Time, The Master, Donna, Rose, y un nuevo principio.
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