La abuela y la madre no escuchan la radio porque están de luto. Siempre hay luto en la familia: un primo desconocido, una tata olvidada, un abuelo que para el niño de Samarcanda sólo es un retrato ceñudo en una foto en blanco y negro. Ahora están de luto por la muerte de un tío. Joven, simpático, algo tarambana como son los tíos jóvenes y simpáticos que existen en el mundo. Un accidente de moto se lo llevó por delante, tres semanas antes de marcharse a Alemania. Ha dejado una novia descompuesta, una familia aturdida y una radio apagada. Y un canario que no trina porque han cubierto la jaula con un paño negro cuando llega la mañana; condenado a vivir en una noche eterna, el canario tiene también contadas las horas de su tiempo.
El niño de Samarcanda no es todavía el niño de Samarcanda, pero tiene sueños. Y aunque no oye la radio porque la radio está amordazada no se le ha ocurrido a nadie en la familia quitarle los libros ni los tebeos. Tiene sólo diez años, es gordito y, aunque se resiste a confesarlo, sabe que no ve demasiado bien y que pronto tendrán que ponerle gafas. Como la economía familiar no es nada del otro jueves, al niño de Samarcanda le da cierto reparo decir en casa que no ve tres en un burro. No podrá ocultar demasiado tiempo que necesita gafas, no si no vuelven a encender la radio y quiere seguir leyendo las aventuras de Víctor, Héroe del Espacio, en los tebeos extra del Capitán Trueno.
El niño de Samarcanda imagina aventuras exóticas, con mujeres de ensueño, con palacios de oro y plata y con compañeros alegres con los que nunca compartir el luto ni el tedio. En la casa, grande y sola, encalada de blanco y miedo, la madre y la abuela hacen punto, calladas, y sólo de vez en cuando se oye un suspiro contenido, de esos que escapan de lo más hondo del pecho. El niño pasa despacio las páginas del tebeo, quizá porque teme hacer ruido, o porque se relame en cada viñeta como si pudiera escudriñar su contenido y pasearse por cada una de ellas, viajando hacia el infinito.
--Juan José --llama la madre, que sí tiene gafas, para leer y coser, y habla con ese tono cantarín que el niño de Samarcanda no detecta, porque lo tiene también, y que muchos años después tanto nos llamará la atención a sus amigos--. Me he quedado sin hilo. Sube al cuarto y tráemelo, anda.
El niño de Samarcanda es, ante todo, un niño bueno que estudia en los Salesianos cercanos, aunque no sabe que de los Salesianos cercanos acabarán echándolo dentro de un año. Obedece y deja el tebeo, justo cuando la nave de Víctor va a estrellarse con un asteroide.
--En el armario. A la derecha --instruye la madre.
El niño de Samarcanda, Juan José, sube las escaleras apoyándose en la pared de cal. Empuja la puerta de madera marrón oscura y contempla aquel cuarto donde pocas veces entra por deseo propio, el cuarto que habría sido de una hermana que jamás llegó a tener y que ahora sirve como habitación de invitados que no vendrán nunca. Es quizás la misma habitación donde yo habría de alojarme una noche de poesía y encuentro con Philip Marlowe.
La habitación está vacía, pero la paradoja es que está llena de recuerdos. Una máquina de coser que nadie usa, una Singer oxidada, vestigio de un tiempo en que la madre ayudaba a la economía familiar cosiendo vestidos para un barrio que ya no vive aquí, sino en Francia, Holanda y Alemania. Una cama donde jamás ha dormido nadie, aunque el niño de Samarcanda sabe que la madre y la abuela cambian las sábanas y las colchas todas las semanas. Una lámpara enorme que cuelga del techo, un crucifijo que tiene color de sacristía, una ventana que da al patio.
Hay una foto del abuelo allí, pero no del abuelo como apenas lo recuerda el niño, sino de como era el abuelo cuando era joven. Quizás porque el abuelo está muerto, el niño lo ve muerto en la foto: tiene ojos de muerto, sonrisa de muerto, miedo a la vida como sólo pueden tenerlo los muertos. Delgado, demacrado, flequilludo, una camisa muy blanca y muy ancha, unos pantalones que parecen sostenidos con una correa demasiado tensa. Tiene una escopeta de caza y a sus pies hay un bicho muerto. Si es un jabalí, no se parece a los jabalíes que el niño de Samarcanda ha visto en los tebeos. Pero no tiene cuernos, así que no sabe si es o no un ciervo.
Siempre que entra en este cuarto, y entra poco, el niño de Samarcanda siente miedo. No es que crea en fantasmas, aunque no está muy seguro: es que lo atosiga la sensación de tiempo que flota en la habitación, y más que la sensación de tiempo, la sensación de antes. El niño sabe que el mundo existía antes de que él viniera al mundo, que hubo alegrías cortadas de cuajo, y hubo muertes, y violencias. Y hubo hambres de las que él, que está gordito y necesita gafas, ha escapado por los pelos. El niño de Samarcanda vive en un mundo de miradas y de silencios donde no se dice nada porque está todo dicho, donde no se habla porque no se puede. El pasado es un misterio, el presente una imposición, el futuro algo que posiblemente no se parecerá en nada a los tebeos de Víctor, Héroe del Espacio.
El niño de Samarcanda sabe que muchos de los silencios, muchos de los lutos, muchos de los misterios de la familia y la ciudad están dentro de este cuarto, como están dentro de los cuartos de sus amigos del colegio, de las casas de los primos, de las habitaciones ya vacías de la gente del barrio que ahora vive en Monmartré o en Hamburgo.
El niño cruza la habitación intentando no mirar la foto, no cruzarse con los ojos muertos del abuelo muerto de la foto. Abre el armario y allí, en un cajoncito, dentro de una lata amarilla de metal que fue alguna vez una caja de galletas, están los hilos y las lanas, las agujas y dedales. Saca la caja, coge la lana negra que la madre le ha pedido, y cuando vuelve a colocar la caja en su sitio y cierra el cajoncito, algo se atora.
El niño de Samarcanda insiste, pero el cajón no se deja. Algo ha metido mal dentro de la caja de galletas de metal amarillo. La saca, la abre, la vuelve a cerrar. Y palpa por si hay algo que haya caído, un ovillo, una tijera. Lo que encuentra es un cajón mal cerrado detrás del cajón que ha abierto.
La curiosidad del niño es proverbial: por eso es un niño listo. Palpa detrás del cajón y logra sacar una caja de cartón que hay detrás, grande como si fuera la caja de un abrigo. La abre porque para eso se esconden las cosas, los regalos de Reyes y los de cumpleaños y los tebeos y, pronto, las revistas prohibidas y los libros malditos. Hay una tela amarilla y roja, y encima unas fotos, y un gorrito.
La tela no es solo amarilla y roja: también es añil. Una bandera como la de España, pero con un color distinto. El gorrito es como de vendedor de helados, con un borlón. Huele raro, a sudor antiguo, a cuero viejo. Las fotos son del mismo hombre que ahora lo mira desde el cuadro de atrás. El abuelo, no tan joven como en esa foto donde caza. También armado, pero con una escopeta que no es la misma. Ya no viste una camisa blanca, sino un uniforme que se ve sucio. Tiene puesta una gorra que es la misma gorra que el niño se pone en este momento. Y está posando delante de una bandera que debe ser, aunque no se distinguen los tres colores porque la foto es en blanco y negro, la misma bandera que el niño ha desplegado.
Una oleada de tiempo envuelve al niño. El olor del cuero y la humedad, el roce de la tela y el papel le llevan sin que el niño quiera a un mundo de órdenes y gritos y disparos. Una ensoñación donde se ve a sí mismo tomando una colina como el Sargento Gorila o el Capitán España, acudiendo presto a un combate donde no importa que sea gordito y necesite gafas. De pronto, la ficción de los tebeos y las novelitas baratas se complementa con estos residuos de un pasado sepultado tras la lata de metal amarillo donde un día en vez de hilos de colores hubo una selección de chocolates y galletas.
--¡Juan José! --la voz de la madre llega desde abajo, envuelta en el olor sofocante del café con leche condensada traída de Gibraltar de las seis de la tarde--. ¿Encuentras ese ovillo o no lo encuentras?
El niño de Samarcanda guarda a toda prisa la bandera y las fotos, coloca la caja de cartón en su sitio, baja corriendo las escaleras y sólo un segundo antes de entrar en el cuarto donde la madre cose y la abuela murmura, se da cuenta de que aún tiene puesto el gorrito donde baila un borlón.
Se lo quita a toda prisa y lo esconde dentro de la camisa. Huele a café caliente, y a chocolate derretido. En la calle silenciosa, una moto tartamudea cuesta arriba, y el niño, la madre y la abuela recuerdan sin querer al tío muerto.
Mientras come unas galletas que ya no vienen en cajas amarillas, el niño de Samarcanda agradece que, puesto que hay luto, a esta hora no tenga que escuchar el rosario.
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