No sólo es uno de los pocos (y conscientemente ignorados) ejemplos de lo fantástico dentro de la literatura española: es, además, un superhéroe.
O un supervillano, quién sabe. Si aceptamos que nuestros místicos son los “buenos”, a Don Juan, ese ente capaz de hacerse conocer en el mundo entero sin mencionar siquiera sus apellidos, sólo le cabría entonces, con perdón, el apelativo de supervillano.
Nuestro burlador sevillano es el gran antihéroe por antonomasia. La fantasía masculina llevada a su extremo absoluto: un adolescente puede querer volar, o convertirse en una llama de fuego, o hacerse invisible. Pero, si se lo piensa bien, si se hace adulto, el varón (no necesariamente lector) bien quisiera tener los vigorosos poderes amatorios de nuestro Tenorio. O sea, los que hacen de él el mito español por antonomasia, eso que tendría que haberlo puesto, en las carreteras y las banderas, en el sitio que ahora ocupan las criadillas del toro de Osborne.
Don Juan es el monstruo masculino exacerbado, el sueño fetichista del varón: pendenciero, jugador, mentiroso y, sobre todo, mujeriego. El mejor relaciones públicas de sí mismo, tiene su propio Robin encarnado en Ciuti (o en Catalinón, según versiones), una némesis que es además reflejo negativo de sí mismo (ese calzonazos de segunda fila que es Don Luis), un grupito de acólitos donde hay alguien con nombre tan pintoresco como el Capitán Centellas, y hasta su novia infinitamente eterna, en tanto es monja y está, en teoría, fuera del alcance de sus ripios. No es de extrañar que Zorrilla comience su obra ataviando a Don Juan y a todos cuantos se reúnen en la taberna con antifaces y máscaras.
Don Juan es el arquetipo del macho que piensa con la bragueta, un monstruo de depravación, infantil y caprichoso, para quien el juego del amor no sirve si no lo cuenta. Lo que llamamos un fantasma. No sorprende tampoco que su obra se represente todavía en Halloween (para nosotros, Tosantos), la fiesta de los muertos vivientes de los niños disfrazados.
Bien mirado, Don Juan es un pobre diablo que se ve venir el tiempo encima, tanto el de su propia edad biológica como el que arrastra el cambio de las modas sociales. Por eso todavía nos fascina, por eso intentamos comprenderlo y justificarlo a la luz de ahora, cuando el juego de las seducciones está a la orden del día en ambos sexos y los versos al oído no pueden escucharse entre el estrépito de la música moderna. Es gesta inútil, me temo: a Don Juan Tenorio lo tomas o lo dejas.
Residuo de gestas imperiales, españolito que entrelaza su leyenda de conquistador sexual con la de matarife sin escrúpulos, hemos cometido la torpeza (tan propia también de nuestro tiempo, por otra parte), de olvidar lo segundo a despecho de escandalizarnos por lo primero.
Pero tranquilos: la Santa Inquisición vela por nosotros y se encarga de enviar al caballero seductor a los infiernos, convirtiéndolo ya no sólo en un fantasma, sino en un pobre diablo arrepentido. No obstante, estoy seguro de que si le dieran una segunda oportunidad, Don Juan Tenorio volvería a hacer todo lo que hizo: elegir motu proprio al mayor enemigo posible tiene su encanto, y hasta su mérito.
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