En Navona, después de haber conseguido la proeza de que un camarero algo aburrido nos invitara a unas grappas, pasamos revista a lo que nuestros chavales pudieran estar haciendo diseminados por la plaza.
Atardecía. Un rato antes habíamos mantenido una de las mejores conversaciones de sobremesa que he tenido en mi vida, donde intentamos dilucidar entre un gin tonic y otro si penetrar viene de pene y si coño viene de conocer, ya que a fin de cuentas es conocerse lo que suelen hacer los personajes en la Biblia cuando se dedican al fornicio.
Nuestros chavales se hacían fotos, comían helados o trozos de pizza. Un corrillo numeroso se había congregado alrededor de un artista callejero. Nos acercamos.
El artista, igual que cualquier otro artista callejero, tenía una libreta de papel blanco sobre un caballete y dibujaba al carboncillo, con trazos seguros y rotundos, el retrato de una turista francesa, bellísima.
Embobados, nos quedamos mirando cómo aquella mano prodigiosa empezaba por los ojos, hacía el óvalo de la cara, dibujaba con dos trazos el esbozo del cabello. Luego, perfilando los detalles, fue creando ante nuestros ojos un retrato hermosísimo de la muchacha, plasmando a la perfección su belleza y, si me apuran, hasta mejorándola. Yo miraba el boceto, miraba a la chica, y no sabía cuál era más guapa.
A su alrededor, todos conteníamos la respiración, viendo cómo de la nada se iba reproduciendo una hermana gemela mejorada, un dibujo que a mí me recordó a Milo Manara.
Quedó terminado el rostro, los ojos iluminados de vida, los labios sonrientes, la curva invitadora de aquel cuello. Y entonces el artista volvió a coger el carboncillo y rellenó de sombra negra el cabello del retrato, que hasta entonces había sido una línea en blanco.
Y entonces toda la luz, todo parecido, toda belleza, desapareció del retrato. De ser casi una obra maestra, el boceto pasó a convertirse en un dibujo sin vida.
Nos retiramos, algo decepcionados, tras haber visto cómo el milagro se desmoronaba ante nuestros ojos.
--Esta es la diferencia entre el verdadero gran artista y el que no lo es --dijo, encendiendo el enésimo cigarro, Antonio González Barroso--. Hay que saber cuándo la obra está terminada.
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