Cuando uno va con chavales de excursión la aventura puede saltar a la primera de cambio: lo mismo te atropella a uno un taxista borracho que se te escaquean del autobús para ver un partido de la Iuve, o se te quedan dormidos en una habitación que no era la suya y cuando el jefe o la jefa de la excursión se da cuenta los demás están ya en Madrid y han dejado al pobre chaval en San Sebastián (pasó también con un profesor, al que dejaron en Córdoba y se dieron cuenta cuatro horas después, cuando ya llegaban a Cádiz).
Esto de perderse en las excursiones tiene su aquél. Se acojona uno en el momento pero después se ríe un rato.
Nos pasó en Roma, a un grupo de veinte o más. Noche cerrada. Nuestro hotel, Michelangelo, estaba a la espalda del Vaticano. Imposible mantener a las fieras en sus habitaciones, salimos a dar un paseo nocturno por la ciudad y recalamos en la Piazza Navona, que no estaba demasiado lejos. Estuvimos en una de las terrazas, gintonics y esas cosas.
Un par de horas después, nos tocó emprender el camino de vuelta. La Piazza, antiguo circo romano, desemboca en dos calles paralelas. Ahí fue donde Juan Carlos Benítez inició la discusión con Antonio González Barroso. Cabezotas ambos, ninguno quiso dar su brazo a torcer. Hemos venido por esta calle, decía uno. No, hemos venido por esta otra. Las dos de la mañana, veinte chavales pasados de cubatas y una niebla que empezaba a levantarse a nuestros pies, como si los fantasmas de los cristianos ahogados en aquella piazza siglos atrás vinieran a ver cómo iban quedando las obras, y yo más perdido que nadie, porque no tenía muy claro qué camino habíamos tomado, y eso que suelo ser de los que se fijan en todos los detalles, como Pulgarcito, por si luego hay problemas para la vuelta.
Que si yo llevo la razón, que si la llevo yo, Juan Carlos y Antonio escenificaron delante de todos una de esas discusiones bizantinas a las que tan dados eran los dos (Juan Carlos, ay, era capaz de llevarse la contraria a sí mismo hablando solo... pero era una delicia escucharlo decir tonterías). Al final, como yo ya sabía, Antonio mandó a su hermano del alma a tomar por saco y dijo bueno, vale, pero verás cómo soy yo quien tiene razón.
Y Juan Carlos, convertido en capitán de boy scouts algo subidos de cubatas, levantó la mano como un marine en Vietnam y dijo seguidme.
Lo seguimos.
Piazza Navona, si lo miran ustedes en un mapa, está relativamente cerca del Tíber, del puente y del Vaticano. Pero Juan Carlos sabía un huevo de Antonio Machado y de literatura, del Real Madrid y del sursum corda, pero no tenía muy claro lo que es una tangente.
Dicho en román paladino: se equivocó de calle, y la calle que seguimos nos llevó, en efecto, a un puente. Evitaré reproducir los comentarios jocosos que dirigió a su compañero del alma y amigo de casi toda la vida cuando vio el puente asomar entre la niebla, porque el gozo le duró poco. Atravesamos el puente y, para nuestra sorpresa, descubrimos que detrás de la niebla no estaban ni la Fortaleza, ni la Piazza de San Pedro, ni el Vaticano, ni nada de nada.
Fue, lo juro, como si hubieran pegado una dentellada ante nosotros y hubieran borrado el paisaje que tendríamos que haber visto. En vez de las luces del Castillo Sant Angelo y después la Piazza y la cúpula, un agujero blanco, borroso, luminoso.
Empezó a llover. Entonces Antonio ya no se calló la boca, llamó de todo al bueno de Juan Carlos, y comprobamos que nos habíamos desviado del camino precisamente porque Juan Carlos, pueden ustedes mirarlo en un mapa, se había equivocado de calle, las dos calles de la discusión no eran paralelas, y cada una de ellas desembocaba en una parte del río que, ya es mala suerte, forma un codo justo en ese lado.
Habíamos desembocado no al Ponte de Sant Angelo, sino a otro puente. Y ni siquiera al puente que estaba al lado, sino dos puentes más allá. Lo descubrimos, claro, cuando siguiendo la vera del río (es difícil perderse en uan ciudad con río) llegamos a otro puente y tampoco encontramos la silueta del Vaticano.
Es una experiencia curiosa, desde luego, despistarte en la niebla, ponerte como una sopa minestrone y pensar por un momento que estás jugando a la oca pero en vivo y has saltado de puente a puente porque te lleva no la corriente, sino la tangente.
Juan Carlos no volvió a discutirle a Antonio nada más. Por lo menos hasta el día siguiente.
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Categorías: Las aventuras del joven RM