En una de las geniales tiras de la simpar Mafalda, Miguelito, el niño rubito del pelo de lechuga, mi héroe particular, se quejaba con ese típico candor suyo ante el rótulo de una calle. No sin parte de razón, decía aquello de que solo le ponen nombre a las calles cuando ya estás muerto o eres viejo, y que lo ideal sería que, nada más que nacer, le pusieran a una calle su nombre (“Calle de Miguelito”, naturalmente), como muestra de apoyo, para darnos ánimos de lo mucho que se espera de nosotros en la vida.
Más o menos lo mismo parece que le ha ocurrido a Barack Obama, el presidente de todos nosotros, americanos o no, quien en apenas una semana se ha llevado el sopapo de ver cómo su carisma no servía para que Chicago se llevara los Juegos Olímpicos y que de pronto se encuentra con el regalo de un premio Nobel de la Paz en las puertas de la Casa Blanca. Los regalos tienen esas cosas, que uno tiene que poner buena cara y aceptarlos y decir qué mono aunque esté pensando que es un horror kitsch de tienda de todo a cien o que justo compró uno igual hace dos días para regalarlo también: uno los acepta, da las gracias y luego los olvida. A Obama parece que le han intentado dar un espaldarazo, un empujoncito, un afectuoso “sigue adelante, que te seguimos todos”, revistiendo un deseo de mucha gente de muchos sitios de ese premio que en el fondo está tan desprestigiado en esto de la Paz (recordemos que también se lo dieron al bélico halcón Henry Kissinger) como el de Literatura, que siempre toca a escritores desconocidos más allá de su país y hasta de su barrio.
No sé, entonces, quién es más iluso, si nosotros que pensamos que para merecerse semejante galardón todavía el bueno de Barack tiene que hacer de verdad algo verdaderamente bueno (por la paz, por la sanidad, por tantas cosas) o el parlamento Noruego (contrariamente a los otros cuatro premios, que concede la Academia Sueca, el de la Paz lo entregan sus vecinos noruegos), que quizá hace una maniobra política o intenta, desde su lejano rincón del mapa, de indicar al mundo cuál es el camino a seguir. Podía haber sido mucho peor, desde luego: imaginen ustedes que se lo hubiera llevado el amigo George Bush.
Obama tiene ahora, más que nunca, el reto de vivir de acuerdo con la leyenda que se ha ido tejiendo a su alrededor. Si lo veíamos como heredero de otro ilustre premio Nobel, Martin Luther King Jr., ahora el paralelismo se ve incluso forzado. Dicen que los presidentes de los Estados Unidos invierten los primeros cuatro años de su mandato en prepararse para ganar una segunda reelección, que es cuando más o menos hacen cosas sabiendo que no tienen la cabeza puesta en la picota: a Obama, ahora, aunque entre el público mundial tiene intacto su prestigio, ha empezado a contarle el reloj.
Obama es, lo hemos dicho antes, el primer icono positivo de este siglo veintiuno que empezó con atentados y con sangre. Es bueno que creamos que es bueno premiarlo por anticipado. Es bueno creer en los sueños, y que los sueños se contagien. Obama tiene ahora que cumplir más que nunca con las expectativas que provoca su existencia. Ojalá no desmerezca este voto de confianza, este espaldarazo. Barack significa “afortunado”: es de esperar que su incuestionable buena estrella nos ilumine, pero que no nos deslumbre.
Publicado en La Voz de Cádiz el 12-10-2009
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