La otra cara de la cruz, la cal de la arena, el yin del otro yang, fue siete años más tarde, en primero de cou, una anécdota que viene a recordar, en efecto, que todo es cuestión de echarle imaginación a la cosa y que eso de intentar ser creativo y potenciar la creatividad no existe demasiado al otro lado de la mesa donde estoy ahora.
Era clase de lengua española, en el curso de ciencias donde yo estaba y que me hacía revalidar una vez más, aunque ya no había reválida, que me había equivocado de opción y tendría que haber estudiado letras. Quizá fuera, claro, también, tener una profesora joven y progre con la que pronto hicimos buenas migas, socialista ya y eso que todavía no estábamos en democracia, Josefina Junquera.
Yo tenia ya más o menos claro que quería dedicarme a juntar letras, y emborronaba cuartillas y escribía novelitas que jamás pasaban de la página quince o treinta. Usábamos como texto los libros de Anaya de Lázaro Carreter, aquellos azules con las ilustraciones de Doré para el Quijote, con ejercicios tan interesantes como tratar de cambiar el verbo ser o estar en un puñado de frases. Puede que parezca una tontería, pero ayudaba mucho a no repetirse.
Pero, ay, héte aquí que cuando comenzaba el estudio del texto literario el ilustre catedrático nos proponía un ejercicio tan poco imaginativo y tan aburrido como describir una ventana. Joder, como en Barrio Sésamo. Y como en Barrio Sésamo, de prisa y corriendo y sin tomarme la actividad en serio, realicé la composición, un puñado de tópicos mal engarzados donde venía a decir, en síntesis, que las ventanas o eran cuadradas, o rectangulares, o redondas.
Josefina ya sentía la querencia de los que le seguíamos la bola, y tuvo el detalle, cónchiles, de pedirme que leyera mi redacción. Se me cayó el alma al suelo. Leí aquel texto infame y me pareció ver, lo veo todavía, un rictus de decepción en su mirada. También me jodió un algo que el repelente niño Vicente que era el esquirol en matemáticas (puesto que la otra profesora no explicaba y daba por hecho que entendíamos las demostraciones sólo con mirarlas en el libro de texto) hiciera una composición bastante más lograda que la mía.
Me dolió no haber estado a la altura, desde luego. Pero convendrán ustedes que no tiene mucha chicha redactar veinte líneas sobre una ventana. Y no sobre una ventana como espejo de otro mundo, como puerta a la libertad del otro lado, como paso franco a la luz, quiá. Una ventana descrita como hay que describir una ventana. O sea, un coñazo.
Un par de semanas más tarde, nos tocó otro ejercicio de redacción. Se nos pedía una de dos composiciones y yo las hice ambas. Describir el taller de un zapatero o hablar sobre la fiesta de los toros.
Me puse manos a la obra. En el segundo tema adopté un estilo cínico y burlón, ironía pura, jugando con los tópicos. En el primero describí exactamente lo que se me pedía, el taller de un zapatero remendón, los olores a cuero, los almanaques viejos, el tiempo detenido, la expresión de sorpresa de las bocas de aquellos cientos de zapatos sin par abandonados a su suerte.
El repelente niño Cruz leyó su redacción. No lo hizo mal, desde luego. Era inteligente pero le perdía el ego. Los demás leyeron las suyas, no estaban mal. Josefina, sin embargo, no me pidió que yo leyera la mía.
Estaba a punto de pasar a otra cosa cuando levanté la mano. Yo quiero leer mi composición también, dije. Y ella, no sé si porque notó que estaba picado o porque nunca conviene contrariar a un alumno que se presenta voluntario a algo, dijo que adelante. Salí a la pizarra y leí mi composición sobre el taller del zapatero, despacio, rememorando aquel mundo hoy me temo que ya perdido que había visto tantas veces dos calles más allá de mi casa.
Terminé de leer. Desafiante, miré a la profesora. Y ella sólo pudo murmurar:
--Ése es el auténtico lenguaje literario.
Me volví a mi asiento. Espinita quitada. Misión cumplida.
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Categorías: Las aventuras del joven RM