No sé cuándo quise escribir, pero he recordado, hoy, la primera vez que lo hice. Un año antes fui el repelente niño bueno que recitaba poemas en las fiestas del colegio, y aunque mis biografías oficiales dicen aquello de que empecé en tercero de bachillerato, lo cierto es que mi primer momento de gloria literaria fue dos años antes, recién desembarcado en primero, en una clase que era un sótano donde luego, cuatro o cinco años más tarde, ya convertida en gimnasio, me rompí una pierna.
En clase de religión, el cura de turno (no recuerdo si fue el curita joven que luego se salió o el viejo de sotana que aguantó como un jabato), nos pidió que escribiéramos una oración. Y yo, por la tarde, escribí dos largos folios que más que un rezo parecía un espiritual afroamericano, oigan, con una estrofa que se repetía como estribillo y me parece que hasta alguna rima en asonante. Hasta con música, recuerdo la historia.
Cuando llegó la hora de leer la oración, todos mis compañeros entregaron una cosita así como para salir del paso, tres o cuatro líneas de poco calado literario, por no decir ningún calado. Como las oraciones breves donde los americanos dan gracias antes de meter la cuchara en el plato.
Entonces yo no había desarrollado aún mi instinto arácnido (Spider-Man entraría en mi vida dos años más tarde), pero comprendí que si yo leía mi largo gospell iba a hacer el ridículo. Al cura le encantaría (o no, cinco años más tarde uno de ellos no se creyó un trabajo de religión que sí hice de mi puño y letra y me suspendió porque insistía que lo había copiado; el suceso se cuenta en Lágrimas de luz, por cierto), así que en menos que canta un gallo escribí una oración de cinco líneas para camuflarme y no poner el mingo.
Luego, ya de mayor, he escrito siempre como me ha dado la gana, y lo que me ha dado la gana. Quizá por eso no me como una rosca literariamente. Se ve que no aprendí aquella lección que yo mismo me enseñé a los diez años.
Comentarios (28)
Categorías: Las aventuras del joven RM