H1N1. Tiene nombre de juego de barquitos, o de robot positrónico de Isaac Asimov. El virus de la gripe A, que antes fue la gripe argentina, y antes la gripe mexicana, y antes la gripe porcina, que todo el mundo se ha apresurado a llamar con nombre de abecedario por aquello de que los nacionalismos son muy suyos, aunque como “gripe española” siga quedando en la historia otra gripe terrible que se descubrió aquí, aunque no tuviera aquí su origen.
Desde que se informó de los primeros casos, los telediarios siguen tocando a rebato las campanas del apocalipsis. Hemos visto escenas sacadas de cualquier película setentera de ciencia ficción: la gente con mascarillas, las calles desiertas, toque de queda en los bares y los colegios. Da canguelo llegar a cualquier aeropuerto internacional y verte bajar a la gente como los investigadores de “ET”, tan aislados de nuestras miasmas que parece que todos vamos a caer en redondo de un momento a otro. Como cualquiera de esos cómputos terribles que me hacen agradecer no dedicarme a ese trabajo (las muertes en carretera, las mujeres asesinadas) se nos va informando de cuántas incidencias hay, de cuántos muertos ha causado la maldita gripe en el hemisferio sur desde hace seis meses para acá.
Y se nos alerta de que, como el coco, viene hacia nosotros. O se nos alerta pero menos. No sé si habrán leído ustedes los protocolos que el SAS y el Ministerio de Sanidad han enviado estos días a los colegios y otros centros laborales, quizá demasiado tarde después de la que se ha liado, y donde se aclara que no lo tienen nada claro o que la cosa a nivel informativo hace mucho tiempo que se les ha ido de las manos.
Uno lee atentamente el protocolo a seguir y, por un lado, mientras da gracias al cielo porque ahora nos quieren convencer de que no es para tanto, piensa por otro que para ese viaje no hacían falta tales alforjas: un protocolo de higiene normal y corriente, donde quizá sólo varía una forma de toser en el sobaco propio que parece un poco incómoda. Por lo demás, y quitando que la gripe A se puede solapar con la gripe estacional (o sea, que podemos caer enfermos dos veces por dos virus primos), la terapia preventiva consiste en lavarse mucho las manos, en no compartir objetos ni tocarnos, y en permanecer siete o diez días en casa después de pasados los síntomas. Y en no saturar los centros sanitarios, ojo.
Mejor así, y ojalá que la cosa no vaya a más. Pero la alarma causada ya no nos la quita nadie, ni el miedo, ni el pánico que todos vamos a experimentar y de hecho experimentamos cuando tenemos a alguien tosiendo o estornudando a nuestro lado. La transmisión de las enfermedades, si lo piensa uno en frío, da pavor, y si nuestros ojos tuvieran la capacidad del microscopio seríamos unos obsesivo-compulsivos del jabón y del rechazo al contacto físico. Existe aunque no lo veamos, el mundo viral y bacteriano, y con eso convivimos.
Nos han asustado tanto, como Pedro con el lobo, que uno no puede evitar volverse conspiranoico por una vez y poner en solfa si la culpa es de los medios, de los políticos por despistarnos de la crisis, o de los grandes laboratorios que se van a hacer de oro vendiendo dosis de vacunas que tampoco serán fiables cien por cien. Esperemos que el lobo finalmente no venga, por bien de todos, y que dejen de darnos tantos sustos, que no nos llega ya el alma al cuerpo como no nos llega el sueldo a final de mes.
Publicado en La Voz de Cádiz el 21-09-2009
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