Era un hombre sereno, cachazudo, quizá para algún que otro alumno enormemente aburrido. Un cura que no pertenecía a la comunidad, canónigo archivero de la catedral de Cádiz. Siempre vestido con un clergyman oscuro y una maleta de cuero negro donde guardaba un tesoro de papeles y diapositivas. Don Pablo Antón Solé, uno de los mejores profesores que me tocaron en suerte.
Era un santo varón de paciencia infinita, de sabiduría prodigiosa. No sé qué le impulsaba a soportar todas las tardes (creo que daba también clase en la Escuela Normal de Magisterio por las mañanas) a un puñado de chavales que se pasaban la vida alucinando con las gafudas secretarias del Un, dos, tres... e intercambiándose los Diez Minutos y el Pronto cuando eran, entonces, revistas más dedicadas al pseudo-pre-destape que al cuore.
Nos daba clase de historia y de arte. Sus disertaciones, a las cuatro de la tarde, con el sol entrando por las ventanas, amarillo e inmisericorde, obligaban a veces a hacer un esfuerzo sobrehumano. Pero él lo suplía todo con aquel verbo tranquilo, apasionado y casi solemne.
Nos mandaba hacer unos cuadernos donde recopilábamos resúmenes muy esquemáticos que había que adornar con imágenes. Alucinaba don Pablo (a quien mi primo Paco le sacó una canción a capella que cantábamos a varias voces, Pom-pom-pom-pom pom-pom-pom-pom pom-pom-pom-pom donpabloantón donpabloantón donpablatón soléééé canonigo por excelenciaaaa) con los cuadernos (apaisados) que Miguel Martínez y yo le entregábamos cada quince días: donde otros alumnos se dedicaban simplemente a fotocopiar las ilustraciones del libro o a comprarle a los alumnos de cursos superiores el mismo libro y recortarlo, nosotros tirábamos de nuestro ingente archivo de libros y revistas. ¿Que había que ilustrar la guerra de los bóxers? Cualquier ilustración de un oriental de Angel Pardo para El Capitán Trueno nos valía. ¿El imperio romano? El Jabato. ¿La guerra civil americana? Blueberry. Don Pablo pasaba las páginas de nuestros cuadernos, extasiado, y se sonreía: "Esto parece un tebeo", decía lleno de admiración. Y lo era.
Nos mandaba don Pablo un trabajo de investigación sobre la historia de Cádiz: la construcción de las Puertas de Tierra (ése fue el mío), el Cádiz medieval, las Cortes, lo que fuera. La idea era buena, pero como las grandes buenas ideas que tenemos los profesores, se agotó pronto en sí misma: la primera generación se lo tomó en serio, la segunda generación un poco menos, y así, cuando el encargo del trabajo llegó a nosotros, el trabajo se había convertido en el antecedente manual del Rincón del Vago de ahora: comprábamos o cambiábamos el trabajo de algún alumno de curso superior, y solucionada la papeleta. Al menos había que teclearlo de arriba a abajo, con lo que algo de esfuerzo había que poner por nuestra parte.
La anécdota viene ahora. Llegó don Pablo una tarde a clase, mucho más pausado y tranquilo que de costumbre, y mandó salir a la pizarra a un chavalito ratonil y tímido, llegado al colegio hacía dos años, popular porque jugaba bien al fútbol, hijo de militares en San Fernando.
Le entregó el trabajo que el chaval le había entregado, y le pidió que lo leyera en voz alta. Extrañado, pero sin olerse nada raro, el chaval leyó (fatal) su trabajito en cuestión. Algo relacionado con las partituras musicales que se encuentran en los archivos de la Catedral de Cádiz, nada menos. Lo leyó tan mal, tan entrecortadamente, con tantas dudas, que quedó claro que él no lo había escrito. Pero claro, tampoco habíamos escrito todos los demás los nuestros, así que algo de canguelo sí que nos entró.
Mientras el chaval leía y se trabucaba, don Pablo murmuraba por lo bajini: "Inaudito". "Icreíble".
Hasta que de pronto perdió toda la paciencia, la flema y la compostura, dio un golpe sobre la mesa y soltó un grito:
--¡Basta!
El chaval se volvió aún más pequeñito y ratonil. Los demás nos acojonamos como nunca. Con un tic en el ojo y la boca temblando, don Pablo murmuró:
--Sé que todos los años me entregan ustedes los trabajos de cursos pasados. Unos los retocan un poquito, otros no retocan nada. Pero esto... ¡esto es increíble! ¿De dónde ha sacado usted ese trabajo?
Don Pablo, como muchos profesores, recurría al usted cuando se cabreaba.
El chaval, imbécil del todo, intentó explicar que lo había escrito él mismo de su puño y letra. No tenía buena pinta aquello, no.
--Sólo hay dos copias de ese trabajo --dijo don Pablo--. Una la tiene alguien en quien confío. La otra... ¿quién le ha dado a usted la otra? Es usted de San Fernando, ¿verdad?
El chaval empezó a ver la luz y se encogió de hombros.
--Lo nunca visto --murmuró don Pablo mientras sacaba el boli rojo y ponía un cero hermosísimo en la nota final del pobre chico--. Sé que todos los años me entregan ustedes los trabajos de cursos pasados --repitió--. Lo comprendo. ¿Pero que me entreguen mi propia tesis doctoral? ¡Eso no lo había visto nunca!
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Categorías: Las aventuras del joven RM