Carlos Giménez (Madrid, 1941) es ya un autor indispensable en estas crónicas dedicadas a los tebeos de ciencia-ficción (y de cualquier crónica dedicada simplemente a cualquier tipo de tebeo), pues a él se deben títulos capitales e ineludibles como HOM o Érase una vez en el futuro, y hasta simpáticas incursiones en lo fantástico como Delta 99 o Dani Futuro, que sin llegar a la categoría de obras maestras sí pueden considerarse exploraciones conscientes del medio y el género y no meros paseos por el camino de losas amarillas que va de la profesionalidad a la gloria artística.
Haciendo suya aquella añeja frase de Arthur C. Clarke donde se afirma que la tecnología puede no llegar a diferenciarse de la magia, Giménez une en esta serie dos de sus amores confesados, dos de los campos donde se doctoró hace tiempo con nota de sobresaliente cum laude: la ciencia-ficción y la sátira política (y ahí queda para el futuro el gran análisis y la gran denuncia de lo que fue la transición en sus páginas para Mata Ratos o El Papus, recopilados en los álbumes Retales y España una, grande y libre). Y lo hace revisitando los viejos cuentos de hadas de nuestra infancia, poniéndolos al día en los detalles, subvirtiéndolos en lo más hondo cuando hace falta y devolviéndolos a la vez al público no necesariamente menudo al que algunos de esos cuentos fueron dirigidos originalmente.
En este mundo de licenciados en paro convertidos en mendigos capaces de sacrificar a sus hijos, de migajas de pan que ahora son piezas de "lego", de marcas en el bosque sustituidas por graffitti en las paredes y de bellas durmientes radiactivas condenadas a la animación suspendida por la explosión de una central nuclear, Giménez combina hallazgos acertadísimos al trastocar los elementos mágicos en apropiadas explicaciones fantacientíficas, llenas siempre de jugosos detalles de humor: las habichuelas mágicas "biónicas" que germinan con la lluvia ácida y el monóxido primaveral; la vida eterna que concede el genio de la lámpara a base de implantes, transplantes, injertos y prótesis; el ábrete sésamo para acceder la cueva de los cuarenta ladrones explicada como plataforma de teleportación y clave acústica, o el encendedor de yesca como mando a distancia que permite ver pasado, presente y futuro van parejas a la identificación del ogro de Pulgarcito con un racista del ku-klux-klan, de la bruja de Hansel y Grettel con una vendedora de comida basura o la jocosa transmutación del castillo en las nubes del gigante de Jack y las habichuelas por la zona alta de la ciudad, aquí identificada por "La Moraleja", igual que son identificables políticos del momento empeñados en insistir que el país va bien o se trastoca al hada celosa por un obispo de la diócesis católica y el hada buena por un pirado de secta milenarista.
De esta mezcla de fantasía feérica, extrapolación futura y reflejo del mundo de hoy nace una serie fresquísima, con diálogos salpicados de humor y mala uva, donde lo políticamente incorrecto sacude todavía nuestras conciencias de adaptados al sistema (qué remedio) y la deformación consciente y esperpéntica de lo que ya damos por inevitable nos deja con una sonrisa amarga, porque vemos que hemos dejado de ser Pulgarcito (Negro) o Hansel y Grettel (McDowell) para pasar a ser, quizá motu proprio, reflejo del ogro.
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