En el paso que va de humilde artesano a gran maestro de la historieta, Carlos Giménez se ha reinventado a sí mismo muchas veces. Curioso, inquieto, explorador infatigable del cómic como medio riquísimo que tiene poco o nada que envidiar a otros géneros si está bien hecho, del trabajo de agencias a la obra de autor hay todo un proceso vital, una toma de conciencia envidiable donde esta historieta breve tiene, sin duda, parte importante.
Era el año 1971 y la revista Trinca hacía presagiar un acercamiento riguroso de la cultura oficial hacia la historieta, un sueño que entonces no cuajó y que estuvo plagado de errores y despropósitos contra los autores que en ella colaboraron pero que, sin embargo, ofreció el avance de las penúltimas grandes series del tebeo español y la presentación en sociedad de algunos de los que luego serían los grandes puntales de la regeneración de la historieta que se produjo a partir de 1977.
Carlos Giménez (que firma esta historieta con "j") da aquí ya muestra de su infatigable experimentación. Influido sin duda por el cine de terror hispano de la época (sus monjes cadavéricos preludian o remedan a los templarios que asomaban entonces a las pantallas) y deseoso de darle al tebeo una pátina de cultura, adapta el relato de Gustavo Adolfo Bécquer en apenas cinco páginas, ahogando en texto la primera y, brillantemente, prescindiendo de ninguna acotación en la tercera y la cuarta, donde el montaje analítico, la ruptura de la cuadrícula para ensalzar el gigantismo del órgano gótico y, sobre todo, el predominio del sonido, desde las campanadas a las notas musicales al pentagrama y el rezo en latín (rotulado con letra gótica) presentan una forma nueva de concebir la historieta que, doy fe de ello porque estuve allí, causaba verdadero pavor al leerla.
Giménez no era todavía el genio que ha sido desde entonces, pero en esta historia ya se vislumbra (como también se vislumbraría en "El extraño caso del señor Valdemar", sobre la historia de Edgar Allan Poe), esa voluntad férrea de sacar al cómic de su encasillamiento.
Leer "El miserere" es estudiar una lección magistral sobre el uso del montaje, las luces y las sombras, el tempo narrativo que provoca la espera en un monasterio de fantasmas que se congregan para rezar con una música maravillosa que escuchamos los lectores, como la escucha el protagonista de la historia sin que nos volvamos, afortunadamente, locos, aunque pueda con nosotros el asombro.
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