Es significativo que la fantasía épica que se hace en Europa sea, de puro europea, tan diferente a la que se intenta en Estados Unidos, donde se imita y recicla hasta la saciedad la historia de Europa y el mundo. Si ya hemos reparado alguna vez en que Conan y su modo de entender el género abusan del batiburrillo histórico y geográfico para poder colocar al personaje allá donde se le antojara al novelista o donde le apetezca al dibujante de turno, el género en Europa es capaz, curiosamente, de desdeñar la historia establecida y conjurar elementos nuevos que poco o nada tienen que ver con ese pasado del que procedemos o incluso huimos. Es el caso de J.R.R Tolkien en narrativa, del propio Thorgal en el mundo de la historieta o de este título que parece escudriñar los huecos que las otras series (y su prima cercana, El gran poder del Chninkel) a veces apuntan: La balada de las landas perdidas.
Una Edad Media indeterminada, un reino isleño de fábula donde conviven elementos mágicos con apuntes cristianos (soslayados hasta el momento en la serie del vikingo de las estrellas), y donde la pura épica alterna con estéticas y villanos que parecen salidos del cuento de hadas, con animalitos graciosos inexistentes y brujos crueles que reconocen en sus miembros de cabra su deuda con el diablo. El dibujante de Thorgal, más suelto y caricaturesco que en la serie que le dio justa y merecida fama, se explaya a gusto con los paisajes, las armaduras, ese mar que vive como si lo hubiera navegado de punta a punta, y en la catadura moral de unos personajes que expresan quiénes son y cómo piensan nada más entrar en escena. Por su parte, el guionista Dufaux, de irregular trayectoria pero personalísimo siempre, es capaz de alternar el humor con la tragedia, la reflexión poética con hallazgos narrativos que se merecen mucho más que los cuatro álbumes que, de momento, componen esta saga.
Desde los matrimonios con sangre vertida sobre una copa a ese ejército de caballeros muertos, a las extrañas ratas que recogen las palabras del idioma de los antiguos que permite hacer sortilegios o esos caballeros del perdón que, recios y enjutos, parecen invulnerables como fantasmas, a la idea de que el mundo de Eruin Dulea puede, a ritmo de balada (de planto, más bien) pasar de la belleza a la desarmonía con un pase de birlibirloque o la exhumación del cadáver de una bruja, la serie muestra un mundo más rico que la anécdota que nos está narrando. Hay ecos de George R. R. Martin y de Andrzej Sapkowski, de Príncipe Valiente y los hermanos Grimm, del mismísimo Walt Disney y de William Shakespeare.
Todo suena a conocido pero, a la vez, es fresco y nuevo, quizás porque el artista vierte su experiencia narrativa (apenas hay cartuchos de texto, siendo una lectura ágil y amena que no confunde nunca), quizás porque la historia es capaz de hacernos creer que hay muchas más aventuras por contar en ese mundo de brumas y sortilegios y se mide a la perfección la presentación de la sorpresa. El ciclo de la joven heredera de los Sudenne, Sioban, atrapada siempre en la duda de si el mal está dentro del corazón o viceversa, parece cumplido por el momento, pero quedan personajes secundarios que explorar, y relaciones familiares y de sangre que apuntan a que todavía hay otras canciones que convertir en historieta.
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