John Lennon nunca quiso volver a hacer el bachillerato, y Jito Taniguchi nos alerta de los peligros y las amarguras que tiene volver a hacerlo. Y también de los ideales que pueden recuperarse, claro, si alguien de pronto encuentra que ha viajado en el tiempo y tiene la posibilidad de reencauzar su vida… o de no hacerlo.
A caballo entre Peggy Sue se casó y Regreso al Futuro, esta obra corta, cerrada, pausada y, sobre todo, maravillosamente poética nos enfrenta a un hombre maduro, Hiroshi Nakahara, donde el autor se desdobla o quizá nos desdobla a todos nosotros, que regresa a su adolescencia pero con el conocimiento y la memoria de la persona ya desarollada que es. Una historia que quizá no parezca original en su premisa, pero sí en su planteamiento, y donde el hálito de melancolía por lo perdido se solapa con la comprensión, ya tardía, de todo aquello que en su momento el joven protagonista (y nosotros, los lectores que antaño fuimos igual de jóvenes) no era capaz de entender.
Casi un palimpsesto de la propia vida vivida o sospechada, en Barrio Lejano nos encontramos con la tesitura de, en un entorno fantástico (¿es fabulación, es realidad, es deseo, es culpa?) poder rehacer el pasado recurriendo a los conocimientos adquiridos a través de la propia historia personal: enmendar los errores propios y, sobre todo, los errores ajenos gracias al conocimiento amargo de una historia personal, a los remordimientos que potencian el saber que se tiene en la mano la posibilidad de cambiar el curso de la historia.
Hay sentimientos de impotencia en ese hombre mayor que, sin saber cómo, vuelve a ser un adolescente y comprende, como no comprendió en su momento, el mundo pequeñoburgués e ingenuo que le rodea. Aplicando lo que sabe no ya del futuro, sino de la vida, el adulto reencarnado en niño conocerá amores fantaseados en su primera andadura, gozará de eso que en su momento no quiso disfrutar (el estudio, el deporte, los amigos), y sobre todo intentará evitar el gran mazazo que marcó su vida: el abandono familiar por parte del padre, la sombra que planea sobre la tragedia íntima de su familia.
Hay poesía en esta historia. Y humor cotidiano. Y personajes creíbles que sufren y gozan y aman. El tempo narrativo es lento, precioso: es una delicia comprobar que todavía hay tebeos, si los hubo alguna vez, donde el autor se complace en dedicar viñetas al roce de las olas contra la playa.
Hay una lección moral para el protagonista, que regresa a su Itaca personal, a su familia, impotente como siempre, pero con el conocimiento inapreciable de la motivación del ser humano a quien no comprendió en su momento y a quien tanto se asemeja. Y una vuelta de tuerca final, pura poesía en imágenes, de esas que te ponen un nudo en la garganta.
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