El tebeo de niños o con niños ha dado a lo largo de su historia magníficos ejemplos: desde el onírico Little Nemo a los Katzenjammer Kids, desde Bill y Bolita a Angelito, desde Mafalda a Peanuts... o a Calvin y Hobbes.
Con sus más y con sus menos, los personajes infantiles que el cómic ha retratado han sido frecuentemente niños falsos: cuesta trabajo, en efecto, pensar que Mafalda es una niña, siendo consciencia contestataria del yo que un día fuimos todos sus lectores (¿y qué fue de ti, Mafaldita, con el golpe de Videla?), y aunque la mala suerte de Charlie Brown y su proverbial inutilidad lo acercan a ciertos episodios oscuros de cualquier infancia cercanamente sentida, Carlitos es también símbolo y síntoma de nuestra sociedad de adultos neuróticos aislados en una montañita de arena.
No sé si exagero al decir que la primera vez que el mundo del cómic retrata a un niño y a la infancia tal como los niños son y es la infancia, o en todo caso la mejor vez en que se retrata, es en Calvin y Hobbes, la serie de cortísima vida y espectaculares hallazgos que ideara Bill Watterson quizá trasvasando a la historieta conceptos explorados en Winnie the Pooh. Calvin es un niño absolutamente normal, que vive en un mundo mediocremente normal, que odia el colegio y ama los dinosaurios, los mutantes y los cómics, que está en contacto con la naturaleza como un Príncipe Valiente de seis años y que tiene un tigre de peluche llamado Hobbes con el que vive mil historias falsas... ¿o es la realidad de colegios y nevadas, de maestros soporíferos y padres adocenados, de babysitters antipáticas y coches sin radiocasette lo que es falso?
Nunca lo sabremos. La magia de la serie es precisamente esa, el diálogo continuado entre el niño y el tigre, los juegos, disquisiciones, travesuras e indignaciones que ambos comparten. Calvin y Hobbes se aman y se odian, son uno y son dos. El tigre es encantador y burlesco, un Pepito Grillo que no duda en arañar y meter la pata, en encelarse y proponer tropelías, voz de la conciencia y a la vez diablo tentador, cobarde y glotón, un peluche adorable. El niño es, lo he dicho más arriba, un niño de verdad: travieso, inquieto, vacío como sólo puede ser vacía la infancia, capaz de desdoblarse en el héroe del espacio Capitán Spiff (lo que da oportunidad al dibujante de mostrar que toca más de un palo gráficamente) y a la vez dispuesto siempre a hacer tropelías inconscientes con un mucho de mala leche (mi tira favorita: Calvin lanza una pelota con su bate, oímos un estrépito de cristales, y el niño exclama: "¡Uau, a la primera!) y otro mucho de ingenuidad, y que entre sus dones ocultos muestra una hilarante capacidad de crear esculturas con la nieve. Y si Calvin y Hobbes son dos personajes inolvidables, no menos bien trazado e inolvidable es el padre del niño, capaz en su rutinaria vida adulta de mostrar una capacidad de mentir y de fabular historias y explicaciones falsas a los hechos cotidianos que indican que, efectivamente, el pequeño Calvin no es producto del azar y sí de la genética.
Bill Watterson, en un gesto que le honra (tampoco autorizó la comercialización de sus personajes en otros medios), decidió clausurar la strip cuando según dijo ya no tuvo nada que contar, cerrando la serie con una hermosa página dominical donde Calvin y Hobbes, tras la nevada de año nuevo que hace tabula rasa del futuro, comentan "Es un día lleno de posibilidades, es un mundo mágico... ¡Explorémoslo!".
Un sabio consejo que el autor, al menos, pareció seguir a rajatabla, por más que nos privara de seguir compartiendo esa magia de la infancia tal como es y será siempre, aunque nos quede la constancia de su recuerdo.
Comentarios (19)
Categorías: Historieta Comic Tebeo Novela grafica