Es el personaje por antonomasia del tebeo europeo, el antihéroe típico de la historieta posterior a la Segunda Guerra Mundial, feo, pequeño, testarudo, y sobre todo inteligente. Vive en un mundo fantástico que se basa, en ocasiones, en el pasado de nuestro mundo real y, como cualquier otro héroe mitológico que se precie, tiene a su disposición un artilugio semimágico que lo convierte en titán invencible cuando no queda más remedio que recurrir a la fuerza bruta para deshacer entuertos. Me refiero, naturalmente, a Astérix el galo, ese delicioso personaje que crearan René Goscinny y Albert Uderzo para la revista Pilote y que pronto se convirtió en un icono y, como bien nos anunciaban en las guardas de sus libros, se tradujo a todos los idiomas, incluido el latín con el que se expresaban, citando a los clásicos, sus enemigos, los romanos que ocupaban toda la Galia excepto un pueblecito determinado, reducto contra la ocupación y el imperialismo de sus vecinos del país de la bota.
Astérix es, indiscutiblemente, un tebeo de guión, aun cuando esté dibujado por quien es, quizás, el dibujante de historietas más completo de la historia, capaz de saltar de la caricatura y el dibujo humorístico de esta serie (o de su paralela Oum-pah-pah el piel roja) al hiperrealismo cuasifotográfico de Tanguy y Laverdure. Y es un tebeo de guión porque el pequeño y polifacético René Goscinny (lo más parecido en el mundo de los cómics a Billy Wilder, que hasta tuvo su Ernst Lubitsch en la figura de Harvey Kurtzman, con quien colaboró en su estancia en América) fue capaz de aunar argumentos cierta sofisticación temática y un notable empeño en la precisión cultural de sus historias con un agudo sentido del juego de palabras, del retruécano y la frase brillante (que, imagino, debe de haber traído de cabeza a sus traductores).
Astérix es un tebeo humano que acerca al lector del siglo XX su propia imagen deformada a través de un siglo I antes de Cristo que no existió, pero que debiera haber sido así. Con una documentación histórica precisa y veraz, Goscinny y Uderzo se prestan siempre a la deformación, la caricatura bienintencionada, al gag en su momento justo, a la carcajada inteligente por el aparentemente sencillo uso del anacronismo que sirve, además, para poner bajo una lupa los defectos y minurrias de nuestro propio tiempo.
Francés hasta la médula, uno de los grandes alicientes de la serie es, precisamente, la puesta en solfa (siempre en los parámetros de esa crítica amable) del chauvinismo desde dentro del chauvinismo mismo, y buena parte de sus álbumes son siempre el relato de un viaje a otro país (Helvecia, Britania, Germania, Córcega, Grecia o Hispania) y la visión contrastada de cómo son (o eran) esos países en un momento determinado de su historia reciente (baste ver la visión de la Alemania dividida en Astérix y los godos o los jugosos comentarios sobre albergues y obras de carreteras en Astérix en Hispania), mezclando siempre costumbrismo con parodia.
Como buen antihéroe, Astérix pronto se vio solapado por su compañero de andanzas, el gordo (perdón, el bajo de tórax) y glotón Obélix, en quien la fuerza sobrehumana que la poción mágica del druida Panoramix obraba un milagro continuado, pues cayó en ella de pequeño. A la pareja pronto se unió un diminuto perrito blanco y con bigote, Idéfix, presentado al principio de La vuelta a la Galia y sólo reconocido por los itinerantes galos en la última viñeta de esa historia. Pero los personajes secundarios pronto alcanzarían detalles psicológicos plenos, y al jefe Abraracurcix y el bardo Asuranceturix o el mencionado druida Panoramix pronto vendrían a sumarse los pendencieros Edadepiedrix, Ordenalfabetix o Esautomátix. Sin olvidar, naturalmente, la presencia siempre regia y malhumorada de Julio César, que suele hablar de sí en tercera persona y no puede dejar pasar ocasión de poner en evidencia a su hijo Bruto. Entender que los irreductibles galos de Astérix son los tatarabuelos de los que poco antes de la creación de la historieta hicieran la Resistencia contra los nazis o que, en el imperialismo cachondeable de los romanos de estas historias hay algún pescozón contra la colonización americana de Europa quizás sería rizar demasiado el rizo, pero es una lectura que puede hacerse, y que enriquece la poción que se cuece lentamente en la olla de estas historias.
Porque Astérix fue creciendo con sus lectores, o quizás la revista donde aparecían sus historias fue capaz, con sumo arte, de ir atrayendo a todos los lectores potenciales de la casa. De la aventura ingenua y sofisticada de los primeros títulos se pasa a historias más ambiciosas, estéticamente más inspiradas y, sobre todo, con un matiz satírico más fuerte. Títulos como La cizaña o, sobre todo, Obelix y Cía (donde el anacronismo se hace más acusado que nunca y donde se satiriza cruel y acertadamente el capitalismo) hacen imaginar hacia dónde habría llegado el título si su guionista no hubiera fallecido prematuramente, pues los demás episodios, ya realizados por Albert Uderzo en solitario, no son ni sombra de lo que un día fueron aquellas divertidas aventuras por el mundo romano (y hasta por América), antes de que películas, parques temáticos y el dichoso merchandising catapultaran a los pequeños e irreductibles galos de aquel poblado a un mundo que está mucho más allá de la fantasía que pobló los sueños de los lectores de una revista que se quiso para jóvenes del año 2000 y que, franqueada esa barrera, todavía queda para la historia como un título tan mítico e insuperable como los muchos personajes que asomaron a sus páginas.
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