Un tebeo hiperbólico, desmesurado, apabullante, que quizá propició la entrada en tromba del manga en occidente (aunque hubiera algún escarceo inicial con otros títulos como Lone Wolf & Cub) pero que es, en cierta medida, alfa y omega de sí mismo, un elemento aislado en la producción de cómics nipona y occidental, un capricho de autor donde en ocasiones se marea la perdiz de una trama larga y casi inexistente y en otras se da rienda suelta a la experimentación gráfica que parece ser en sí misma la razón de ser de la historia. En sintonía con la estética de la línea clara, donde se da una enorme importancia a la arquitectura y la tecnología que rodea a los muchos personajes de esta serie, Akira revalida una y otra vez, siempre con nota alta, lo endiablado de su montaje, la pirotecnia deslumbrante de sus infinitas escenas de acción. No es extraño, claro, que aun antes de que la serie terminase como tebeo (tras un periplo dilatado en el tiempo más de una década) fuera adaptada al cine de animación, porque el movimiento está presente como un personaje más de esta historia donde amigos y enemigos, héroes y villanos van dando vueltas a la noria de la peripecia que los ata a una ciudad, Neo-Tokio, condenada a ser destruida una y otra vez y a renacer de sus cenizas.
Configurada como un larguísimo relato-río de casi dos mil páginas, la serie carece quizá, leída de un tirón (e incluso leída como fue presentada por primera vez en España) de cierta falta de unidad temática y de una trama cerrada sobre la que aferrarse. Los personajes corren y saltan, destruyen y se estrellan, forjan alianzas y sobreviven siempre a mil y un disparos, explosiones, mutilaciones y bombardeos, inundaciones y rayos láser. En ese sentido, aunque gran parte del estirado clímax final sea la imposibilidad de dar muerte al monstruoso Tetsuo, verdadero protagonista de la saga en su búsqueda de integración y de mitigación a su dolor, casi ninguno de los personajes principales parece tener prisa para desaparecer de escena, y una y otra vez vuelven a asomar en la trama, posicionados en un bando u otro, incapaces de morir también ellos mismos hasta que la amenaza de Akira, el catalizador de la acción, sea eliminada. La gran ironía es que Akira, macguffin durante buena parte de la primera parte de la historia, se revela como un niño autista y misterioso, fruto de un despiadado experimento, que apenas tiene tres líneas de diálogo en toda la obra. Akira, como personaje, es una alegoría del poder y de su manipulación, y por eso no es extraño ver cómo una y otra vez las facciones a su busca se lo pasan de uno a otro como si fuera una pelota en un partido interminable. En toda la serie no hay buenos ni malos, sólo supervivientes, marionetas como el propio Akira de intereses que los mueven de un lado a otro de ese centro del fin del mundo que empezó con la primera explosión en Neo-Tokio y que está condenado, como ellos mismos, como la humanidad toda, a repetir el horror de la destrucción continuamente.
Hay arrebatos de humor grueso, innumerables escenas de violencia gore, algún que otro desaforado consumo de drogas psicotrópicas y pocos momentos para la reflexión, quizá el punto flaco de un tebeo que, pese a sus múltiples aciertos, nunca acaba de encontrar una trama que desarrollar más allá de la peripecia continuada y la espectacularidad. Akira es un fuego artificial, sí, deslumbrante y espectacular, hermoso y mortífero, pero un poco hueco.
El pandillero Kaneda o la idealista Kay, pasando por el recio coronel, los niños envejecidos mutados a su pesar, el inadaptado Tetsuo o la angelical Kaori, son siempre zarandeados de aquí para allá, repitiendo sus pasos. De ellos, la misteriosa telépata Lady Miyako casi entroncaría la serie con la madre Abigail de La danza de la muerte de Stephen King, uno de los grandes referentes literarios de la confrontación que puebla las páginas del tebeo. El otro, claro, es 2001, y la fusión mental-alucinación de Kaneda, Akira y Tetsuo en las últimas páginas así lo rubrica.
Es un tebeo, lo he dicho antes, donde hay poco espacio para la reflexión. Y sin embargo hay momentos de hermosa factura lírica: la revelación del origen de esos niños avejentados con las palmas de las manos marcadas por números; las escenas de amor-odio entre Kaneda y Tetsuo, y sobre todo la escena suprema en que Tetsuo pone a prueba todo su poder, un poder que no controla y que destruye y le destruye, para intentar resucitar en vano a la pequeña Kaori. Si hay una moraleja en la historia, es que destrucción y creación no tienen por qué venir unidas, que yin y yang no suponen los reversos de la misma cosa. Si hay una venganza o un desquite a la manipulación de los niños sometidos a la falta de escrúpulos de los mayores es ese orgullo, esa bandera del Gran Imperio de Akira que Kaneda, el marginado, el rebelde, enarbola en las últimas viñetas. Kaneda ha visto, ha vivido, ha sentido desde dentro de Akira, y ha cambiado. Akira vive en su recuerdo, libre de manipulaciones, la promesa de un mundo mejor como la carretera que, en su veloz moto, Kaneda tiene por delante
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