Durante mucho tiempo fue el tercero en liza, capaz de codearse con los clásicos por antonomasia del género en las tiras de prensa, Flash Gordon y Buck Rogers. Cierto es que tardó lo suyo en abrazar el destino al que inevitablemente sus aventuras le tenían abocado, la ciencia-ficción, pues el pelirrojo héroe, ataviado en ocasiones con una camiseta que hoy nos recuerda al cinematográfico John McLane de Bruce Willis, se presenta como acaudalado hijo de un multimillonario y piloto por más señas según el ideal de exotismo imperante en los años treinta. La clarísima influencia pulp de sus historias y dibujos y su relación con un erudito arqueólogo, el profesor Salisbury, y su bella y liberada hija June casi nos lo emparentan con Indiana Jones y su periplo por civilizaciones perdidas, una constante de la strip, bien en la Tierra o fuera de ella. Las suyas son unas aventuras trepidantes, quizá sin ton ni son, ni falta que les hace, capaces de alargar una trama y dotarla siempre de atractivo: todavía faltaba mucho para que los syndicates americanos encorsetaran la libertad de expansión de sus autores a las inevitables ocho semanas de exposición, nudo y desenlace. Alguna de las más divertidas aventuras de Brick Bradford llega a durar más de un año, lo cual permite a sus autores expandir el argumento y alterarlo a placer: el gran atractivo de esta serie es que la propia inabarcabilidad de sus aventuras impide cualquier intento de predecir cómo van a terminar las historias.
Brick Bradford es noble y decidido, algo plano en su psicología de héroe puro y per se, pero no menos que sus ilustres competidores y/o herederos. El dibujo nervioso de Clarence Grey lo enfrentará a mongoles y piratas, a caníbales y vikingos enmascarados, improbables supervivientes todos de civilizaciones más o menos ocultas en fortalezas remotas o imperios incas, siempre según las entretenidas fabulaciones del guionista William Ritt (quien conoció por cierto al dibujante poco antes de comenzar su colaboración). El componente de ciencia-ficción se alía con la fantasía heroica y el aire de novela popular digno de un Bill Barness, de quien parece tomar las iniciales, y si bien las tiras diarias mostraban más a un personaje heroico y apegado a lo terrestre, pronto las páginas dominicales (quizá por el atractivo del color, que podía ayudar a presentar elementos más exóticos y donde tradicionalmente los autores de prensa se esmeran más) se someten a la ciencia-ficción, aunque una de las mejores (y por consiguiente más largas) aventuras del personaje, y quizá la que acabaría por decantarlo hacia el fantástico cientifista fuera la juliovernesca e innovadora incursión del protagonista y su amigo el profesor Kalla Kopack en el mundo atómico de una moneda de cobre de un centavo (¡desde febrero de 1937 a enero de 1938!). Esta aventura, presentada día a día en la prensa con sus civilizaciones perdidas y sus princesas enamoradizas, sus villanos de opereta y sus naves voladoras y sus sistemas solares en miniatura, fue pomposamente titulada "Viaje al centro de la moneda (una aventura en el Mundo del Átomo)".
Como detalle curioso, las páginas dominicales del personaje tuvieron en 1935 como topper (es decir, como tira aparte para conseguir así el dominio de la página entera del periódico) unas aventuras paralelas de otros secundarios ya introducidos en la serie, el Trompo del Tiempo (The Time Top). No pasó mucho antes de que ese trompo del tiempo fuera asimilado a las aventuras del propio Bradford, quien a partir de entonces saltaría ya sin remilgos a convertirse en una divertida serie de ciencia-ficción donde todos los tópicos de la space opera y todos los momentos culminantes de la literatura de aventuras se dan cita, con invasiones extraterrestres, robots gigantescos, viajes al centro de la Tierra, razas alienígenas que recuerdan la fauna mutada de nuestro propio planeta, un segundo viaje en el tiempo que se alarga durante diez años de continuidad y, ya en los cincuenta y de la mano del dibujante Paul Norris, los inevitables encontronazos con los platillos volantes.
Así era la aventura en los tebeos de antaño. Emoción no disimulada y el puro placer de narrar: sentido de la maravilla en la mejor acepción del término. Se nota que los autores se divertían y se sorprendían tanto como los lectores con las andanzas de su héroe.
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