El 7 de enero de 1929 la palabra "comic" dejó de tener sentido. Hasta entonces, los títulos sindicados en los periódicos norteamericanos tenían un marcado matiz humorístico, y aunque alguno de ellos hubiera ido decantándose progresivamente hacia la aventura (Wash Tubbs & Captain Easy, de Roy Crane), aquel lunes mostró el experimento por partida doble de iniciar para el futuro historias de matiz dramático y serialización larga: Tarzán of the Apes, del impresionante Harold Foster, y Buck Rogers 2429 A.D., de Phillip Nowlan y Dick Calkins. La primera, obviamente, trasvasaba al tebeo las aventuras del héroe selvático de Edgar Rice Burroughs. La segunda, adaptando un oscuro relato de su guionista, presentaba al primer personaje de ciencia-ficción del medio.
Ochenta años nos separan de un tebeo que en su época fue visión y fue epopeya y que hoy se nos tiene que antojar por fuerza ingenuidad y, en ocasiones, liviana predicción de acontecimientos que la realidad superaría con creces. El futuro tal como era en el pasado, así debemos ver esta curiosa serie, de dibujo tosco y malos muy malos y héroes de una pieza con trajes espaciales que remiten a los pilotos de la Primera Guerra Mundial y heroinas con cierto tonillo flapper y sex-appeal inexistente. Hoy veríamos a Buck Rogers casi como steampunk, las historias de un futuro alternativo que se paró en los años veinte.
La trama de arranque es conocida: como un Rip Van Winkle cualquiera, el joven Anthony "Buck" Rogers, al explorar una mina cerca de Pittsburgh, queda en animación suspendida tras haber inhalado un gas, y despierta quinientos años más tarde, en un mundo (¡invadido por los mongoles!) que él no reconoce y que hoy, insisto, nos parece deformación y exploración de las filias y fobias de su presente. Durante mucho tiempo, la tira fue cambiando la fecha de su título para hacerla coincidir con el año real de publicación, sólo que adelantado cinco siglos, hasta ser por fin conocida simplemente como Buck Rogers in the XXV Century.
Ciclópeas máquinas cuajadas de remaches que vuelan con improbable ingravidez, peligros asiáticos y mutantes atigrados, femmes fatales y precursoras del women´s lib que durante algún tiempo funcionan como Beatriz para el Infierno que Buck descubre, ciudades flotantes y rayos de la muerte: la magia del género en su apogeo, todos los horrores de la Primera Guerra Mundial remozados y alertando, sin saberlo pero presagiándolos, de los horrores que vendrían en la Segunda. Hoy no puede leerse este tebeo sin sonreír ante los videoteléfonos, los uniformes, los viajes a Venus o a las lunas de Saturno, las mochilas voladoras o los cuadros de mandos de las naves. Julio Verne revisitado a partir de la tecnología de los años veinte/treinta, un delirio casi pop entre Tesla y Edison, en los tiempos en que Lindberg aún no había cruzado el Atlántico en solitario y el futuro lejano prometía cualquier cosa.
Buck Rogers se convirtió ya entonces en un icono intertextual, popular por las adaptaciones a los seriales cinematográficos de serie zeta, comercializado en muñecos, libros, huchas o mochilas. George Lucas & crew no inventaron nada nuevo, aunque nos apetezca creerlo. La fascinación de la serie está en su misma tosquedad, en que a pesar de todo no parece tomarse a sí misma muy en serio. Desbancada pronto del número uno del hit parade por el personaje que la misma popularidad de este primer héroe del espacio obligó a crear (Flash Gordon, cuya evolución gráfica, ya lo hemos dicho, es cosa de magia) la tira continuó siendo publicada hasta casi finales de los años setenta. Por desgracia, ninguno de los dibujantes que relevaron al limitadísimo Dick Calkins (ex-oficial del ejército que firma siempre Lt. -teniente- Calkins) pudo o supo apartarse demasiado de sus directrices gráficas, y cuando se hizo en los años sesenta ya fue demasiado tarde.
El icono, sin embargo, permanece. Una serie de televisión en las postrimerías de los años setenta, al socaire de Star Wars, provocó un resurgir de la tira por parte de James Lawrence al guión y el excelente (y Raymondiano) Gray Morrow a los dibujos. La puesta al día, de todas formas, no prosperó, y en nuestro país permanece inédita. Una nueva versión asoma en el mundo del comic-book estos días.
El futuro no será tampoco como nosotros imaginamos, y habría que ver, en cualquier caso, cómo comentarán extrapolaciones más recientes nuestros nietos cuando echen un vistazo a nuestra época. Pese a su torpeza, pese a su ingenuidad, pese a lo desfasado de sus dibujos y sus argumentos, Buck Rogers tiene el honor de haber sido el primero, lo que equivale a decir que durante algún tiempo fue el único. A esta serie le debemos todo lo que ha venido después no ya sólo en el mundo del comic, sino en gran parte del de la ciencia-ficción escrita: uno de sus mayores fans es Ray Bradbury, quien declaró, apesadumbrado tras haberse deshecho de toda su colección de tiras, que Buck Rogers era el gran amor de su vida.
Sólo por haber atraído al género a semejante autor, la elucubración de Phil Nowlan y el Teniente Calkins merece nuestra admiración y nuestro respeto.
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