El spin-off del Doctor Who adquirió inmediatamente vida propia. Turbia, sexual, amarga y melancólica, Torchwood recuperó en sus dos primeras temporadas ese tipo de ciencia ficción de cliffhanger continuo, sin olvidar presentar unos personajes y, sobre todo, una sociedad británica absolutamente contemporáneos. Las relaciones sociales, raciales, polisexuales del capitán Jack Harkness y sus compañeros en su lucha contra las invasiones extraterrestres han sido, en sus dos primeras presentaciones, esa mezcla apasionante de conceptos de serie B y de exploración de temas que la ciencia ficción (visual y, ay, escrita) de otras partes del mundo ya han dejado de lado, como si sus extrapolaciones e inquisiciones no valieran... cuando precisamente el problema es que valen tanto que asustan.
Llegamos así a la tercera temporada. Una temporada que equivaldría, en el mundo de la historieta, a una mini-serie o una serie limitada. Sólo cinco episodios, emitidos en días consecutivos ya no por la BBC-3 ni la BBC-2, como las anteriores, sino por la BBC-1, lo cual demuestra el grado de confianza en el producto y lo acostumbrados que están nuestros amigos del otro lado del Canal no sólo a la televisión de calidad, sino a un género que al menos en nuestras pantallas es tabú si no viene precedido de una campaña mediática inter-multinacional (recuerden ustedes, si lo saben, cuándo se ha emitido Torchwood en España).
"Children of Earth", se llama la temporada. Entronca directamente con obras clásicas como las escritas por Nigel Kneale y con los episodios históricos del Doctor Who de los años sesenta. Es decir, esa mezcla sin fisuras entre ciencia ficción, televisión y terror puro y duro. Que en pleno siglo veintiuno, y después de la historia ficticia que tiene detrás el universo Who (o el universo Torchwood) sean capaces de presentarnos todavía una invasión o un primer contacto extraterrestre con la convicción de algo nuevo y deslumbrante demuestra un mérito envidiable. Y que se haga en cinco episodios que se ven como un suspiro, otras tantas horas de emociones y situaciones inolvidables, revalida que saben perfectamente cómo hacer televisión. Si añadimos que la temporada es además una amarga reflexión política, nos encontramos, ya digo, ante esa ciencia ficción que se considera añeja y que es, por contra, la ciencia ficción más redonda que existe.
Una especie de sonda extraterrestre contacta con el gobierno británico. Simultáneamente, todos los niños del mundo, cual cuclillos de Midwich, entran en trance y pronuncian al unísono un cántico aterrador: "We-are-coming, we-are-coming". Torchwood, los encargados de enfrentarse a este tipo de situaciones, son perseguidos y eliminados sin remordimiento por su propio gobierno, ahí es nada. Y los extraterrestres (que no llegamos a ver, un recurso absolutamente novedoso en esta época de CGIs baratos que han sustituido a las maquetas o los figurantes con trajes de goma) plantean la exigencia de una aberración: la entrega del diez por ciento de los niños de la Tierra. O... Ni siquiera tienen que concluir la amenaza.
La serie desgrana, entonces, en un toma y daca que no es tanto visual como dialogado, la respuesta de los políticos, el miedo, la ocultación de la situación a las masas. Porque los políticos aceptan. Y en el consejo a puerta cerrada del gabinete se escuchan cosas terribles: primero, y antes que nada, la salvaguarda de los propios hijos y nietos de quienes están sentados a la mesa; segundo, la sustitución de la palabra "niños" por el lenguaje neutro: ahora son "unidades"; tercero, la decisión de qué niños se entregan: ni la elite social, por supuesto, ni los que en el futuro vayan a ser el sector servicio, y por tanto hay que entregar a aquellos con quienes el sistema ha fracasado y seguirá fracasando, los que saben que serán carne de presidio, de delincuencia, de drogadicción. Terrible. La revelación de por qué los aliens quieren a los niños no se queda atrás. Ni su respuesta al horror del coronel de la UNIT: Dejan ustedes morir dos mil niños por minuto, ¿por qué ahora les importa?
Persecuciones, tiros, explosiones, presentación de personajes nuevos y la muerte que siempre ronda al equipo Torchwood. Un funcionario que lleva el peso de la negociación y la trama y queda atrapado en las redes de la propia burocracia gubernamental donde se mueve. Y Jack Harkness, ese Capitán Escarlata de carne y hueso, el hombre de las mil muertes y las mil resurrecciones, que tampoco puede escapar a la terrible carga del genocidio, porque él mismo tuvo que ver ya en los años sesenta con el primer encuentro con esos aliens que tienen un no se qué de H.P. Lovecraft.
Hace un par de años, también británica, me encandiló la serie Jekyll, que me pareció entonces, como me sigue pareciendo ahora, lo mejor que he visto en muchos años. La tercera temporada de Torchwood la empata dignamente.
Desesperanzada, emotiva, siniestra, es difícil saber, pese al éxito de audiencia, si habrá nuevas aventuras de este equipo desmembrado o si habrá que contar historias pasadas o futuras con equipos nuevos.
La guinda la pone el epitafio grabado con el que Gwen Cooper abre el último capítulo, un texto que hiela la sangre en las venas: "Hay una cosa que siempre quise preguntarle a Jack. En los viejos tiempos, quería saber sobre ese Doctor suyo. El hombre que aparece de la nada y salva el mundo. Excepto que a veces no lo hace. Todas esas veces en la historia en que no ha habido señales de él. Quería saber por qué no. Pero ahora no tengo que preguntarlo. Ahora sé la respuesta. A veces el Doctor debe mirar este planeta... y se da la vuelta, avergonzado".
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