Volver al primer Tarzan de Foster no es un ejercicio de nostalgia, ni de arqueología. Es pura justicia. Pura historia.
Los cómics entonces no eran como los conocemos desde entonces. Todavía constreñidos al humorismo, y con su buena media docena de obras maestras dentro de ese corsé que todavía da nombre al medio, tuvo que ser la adaptación de un best-seller de la época, Tarzan de los Monos de Edgar Rice Burroughs, lo que abriera paso a una forma distinta de entender la historieta, a universos por venir y explorar para el futuro.
Un análisis de estas tiras nos llena de asombro. En primer lugar, por la belleza del resultado puramente formal, por cómo Harold Foster, publicista hasta entonces y desembarcado de rebote en los cómics porque el dibujante de las portadas e ilustraciones de los libros, J. Allen St John, no alcanzó un acuerdo económico, es capaz de inventar de la nada una forma de contar que no sólo es ágil, sino que preludia estilos y experimentos por venir.
Hoy vemos el resultado y nos extraña cómo el texto va al pie, fuera de la viñeta (y en algunas versiones, mecanografiado como si en efecto fuera no un libro, sino un original literario). No hay calles entre las viñetas (una estética que recuerda a Carlos Giménez y su Paracuellos, más de medio siglo más tarde), y nos parece extraña esa abigarrada masa de texto que en ningún momento se une a lo dibujado. Es quizá un intento de separar el producto, de ofrecer un curioso marchamo de cualité que más adelante, cuando ya se de el paso a las páginas dominicales del hombre-mono (primero de la mano de Rex Maxon antes de recaer de nuevo en Foster) ya aparecerá dentro de los recuadros y, al menos en el estilo que abrazará el dibujante canadiense, le acompañará para siempre en su Príncipe Valiente. También Burne Hogarth, tanto en su trabajo como continuador de Foster en las dailies como en su adaptación de la novela ya en los años setenta, prescindiería de bocadillos y "relataría" en imágenes los mismos textos de Burroughs. No es extraño que Joe Kubert, cuando adaptara también este mismo material, homenajeara en tantas viñetas el trabajo nervioso del luego sereno Foster.
Curiosamente, ese ejercicio de investigación que Hal Foster hace acerca la historieta (la historieta "realista" o "naturalista", según queramos llamarla) a juegos de rayados, luces, sombras y aguadas que más tarde se asociarán a Roy Crane o Milton Caniff. Ver a Tarzán entre los árboles, las manchas de tinta que exageran el pelaje de los simios, el follaje de la jungla, los claroscuros de las persecuciones por entre las lianas nos demuestran que Foster está jugando con el pincel, que no está haciendo una historieta "realista", sino impresionista en ocasiones.
Nos acerca, esta primera toma de contacto con unos dibujos no humorísticos (ni futuristas, como sucedería con el Buck Rogers que compartió día de nacimiento con este Tarzán en tiras), al cine. Foster juega sobre todo con los encuadres, con las figuras de los hombres del barco, con la naturaleza del mar y la selva que los engloba. Juega también con la figura del Tarzán niño, desnudo y salvaje, una visión natural que nos parece aún más avanzada cuando recordamos que este trabajo se realizó en 1928. Y juega sobre todo con los animales: más tarde el dibujante se quejaría de que los simios de Tarzán, los grandes simios que hablan un idioma propio, no existen en la realidad, pero su retrato de los mismos y de los leones y otras fieras es perfectamente natural. Curiosamente, es con los animales con quienes Foster ensaya los primeros planos, logrando unos efectos narrativos, recordémoslo, que asocian de inmediato la aventura con el terror.
Lo mejor de todo es cómo Foster se pasea de una viñeta a otra, jugando a manejar su cámara y deslizarla de una viñeta a la siguiente, recreando en foto fija ese juego de escenas y matices narrativos que hoy, curiosamente, nos abstraen de los textos y nos hacen quedarnos clavados en la fuerza bruta de las imágenes.
Porque, sí, estamos ante una historieta antigua. Ante la historieta "seria" o "realista" o "naturalista", como ustedes prefieran, más antigua de todas. Pero también estamos ante una historieta clásica, es decir, atemporal, es decir, sumamente moderna. Que se explora y se disfruta todavía hoy con la magia de los tamtams y el miedo del hombre blanco ante la jungla desconocida.
No hace falta leer los textos al pie para seguir, como si fuera una película muda, los entresijos de la historia. De ahí, una vez más, la enorme pericia de Harold Foster, que estaba inventando un medio y estaba labrando, para sí mismo, el hueco en el panteón al que más tarde dedicaría el resto de su vida.
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