Fue el gran antihéroe de un universo de anti-héroes. Cuando Stan Lee, Jack Kirby, Steve Ditko y todos los demás colaboradores de Marvel Comics entraron a saco en el medio y crearon mes a mes, sorprendiendo al género superheroico (y a sí mismos) con la grandiosa e inteligente deconstrucción que luego creó historia, muchos fueron los personajes que compartían con el lector los pies de barro que caracterizan al ser humano contemporáneo. Los primeros personajes de lo que luego sería el Universo Marvel se revelarían como científicos maduros o adolescentes inadaptados, monstruos alienados o multimillonarios vendedores de armas de corazón blando, lo más alejados posible de los conceptos simplistas y glamourosos que habían marcado, más que definido, la ingenua edad de oro del género.
Entre todos ellos, y sorteando a su modo la prohibición de tratar temáticas fantástico-terroríficas, destaca un personaje decididamente veterano, más maduro aún que los personajes maduros del redil marveliano, enigmático, con un punto satánico, misterioso: el Doctor Extraño.
Si el azar fantástico o el incidente científico incontrolado eran el motor de arranque de muchos de los personajes de la escudería de Stan Lee, ya desde sus primeras historias el doctor Stephen Strange (apellido oportunamente castellanizado entre nosotros) se muestra como un tétrico explorador de las tinieblas (aunque pronto esas tinieblas estallaran en oropeles de colores y burbujas de humo condensado), un mago de hoy que hereda físicos de otros magos de tebeo como Mandrake y que, en su origen, remite al actor Ronald Colman y la gran película Horizontes perdidos.
Y es que Extraño se descubre enseguida como un villano redimido, o mejor, como un pecador en busca la redención que supondrá encontrarse a sí mismo: egoísta, diletante, sin duda seductor, con un punto de fanfarronería y un mucho de bon vivant, el antiguo cirujano que un día fue, marcado por un accidente y caído a las cloacas de la sociedad, emprendería un viaje inicático a un Tíbet de fábula donde no encontraría Shangri-La, pero sí al Anciano, el monje que haría de él su alumno y que, con el paso del tiempo, lo convertiría en el Hechicero Supremo de la Tierra.
Presentado en historias cortas en la serie Strange Tales y más tarde en ocasionales títulos con su nombre que aparecen y desaparecen del mercado según diversos vaivenes, el mago por excelencia del Universo Marvel vive mundos que están más allá de los mundos tecnológicos ideados por Jack Kirby, centrándose en extrañas historias lisérgicas de artefactos de poder, planos de realidad donde pululan dioses, monstruos y diablos, redomas infinitas y magos terribles que acechan tras los ángulos de cualquier lluvia de luz. Enfundado en una improbable saya, con la enorme capa de levitación que le dibuja unos cuernos mefistofélicos a su físico ya diabólico, Extraño poseerá además el ojo de Agamoto, especie de llave de paso y elemento deus ex machina de muchas de sus aventuras, y recitará sus aliterativos conjuros entre divertidos pases de birlibirloque que han hecho de sus gestos leyenda en el medio.
Fue un superhéroe que estaba fuera del plano de los superhéroes, aunque sus destinos se cruzaran muchas veces por imperativos comerciales. Pero sus mejores historias lo muestran como un solitario, un hippie trascendido que vive en una mansión en Greenwich Village, oscuro para sus años, ingenuo a pesar de la sofisticación de la que siempre hace gala. Otros autores han contado, y bien, sus andanzas entre distintas realidades que, según se ha publicitado con la boca chica, recuerdan a experiencias lisérgicas, pero nadie ha comprendido, ni mostrado mejor esa faceta oscura y herida, ajada por la vida y cargada de responsabilidad que lo trasciende, que el también enigmático Steve Ditko: debe ser cierto que la manzana nunca cae demasiado lejos del árbol, o que entre creador y criatura existe un lazo más fuerte que los tejemanejes del Vishanti, una luz de fuego y silencio como la que proyecta sobre el universo el Ojo de Agamoto.
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