Nunca fue un simple tebeo de superhéroes, sino más bien la partitura definitiva de un ejercicio de jazz que, a fuerza de ir improvisando durante décadas, acabó convirtiéndose en una sinfonía romántica. A partir de noviembre de 1961, los talentos de Stan Lee y Jack Kirby, condenados a entenderse y desentenderse, a ayudarse y a enfrentarse, habían ido perfilando ya un comic-book variopinto, The Fantastic Four, un cajón de sastre donde se habían reciclado historias antiguas en las que la guerra fría, los monstruos venidos del espacio, el melodrama y los inevitables combates de piruetas imposibles contra sabios del mal en castillos de opereta acabaron por establecer las bases de todo un universo creativo que, a base de tomarse falsamente en serio sus premisas, desterró la precariedad de sus planteamientos y consiguió crear una mitología de nuestra época.
El explosivo talento de Jack Kirby, ya veterano en estas lides, va madurando de historieta en historieta, ganando en velocidad y precisión artística a medida que las historias crecen y los arcos argumentísticos se engarzan de un tebeo a otro, incluso de un título de la casa a su gemelo. Junto a él, quizás a su remolque, Stan Lee supo ir dando a los personajes el tono epopéyico y humorístico necesario para dotar a sus historias de un ambiente especial que apenas se ha conseguido repetir desde entonces. En sólo cinco años, desde que el accidente con los rayos cósmicos convierte a cuatro individuos más o menos normales en superhombres consagrados a la defensa del planeta, las historias van alternando conceptos de ciencia-ficción y de pura fantasía superheroica, dejando por el camino perlas como la raza Skrull, los típicos alienígenas cambiaformas que remiten a la amenaza comunista de la época; el rescate de Namor y la civilización sumergida de la Atlántida; el Hombre Topo y su ciego mundo subterráneo; el inefable Doctor Doom, o cómo mezclar la estética de La viuda alegre y El prisionero de Zenda con el científico-brujo frankensteiniano y los villanos megalómanos; o la introducción de El Vigilante, deforme extraterrestre gigantesco y calvo que, ataviado con una toga que lo emparenta a la vez con Roma y con Gandhi, presenta el concepto de la raza estelar observadora de nuestra raza, dedicada a anotar y no actuar, una peculiar filosofía de la no intervención que, naturalmente, se saltaría a la torera cuantas veces fuera necesario. Junto a estas perlas, algunos petardazos que sólo pueden leerse hoy, casi medio siglo después, con el regocijo de quien advierte el sistema de prueba y error que los autores iban desarrollando en su avance de un número al siguiente: el Fantasma Rojo y sus monos mutados; la versión apócrifa de Drácula que supone un personaje como Diablo, puesto que el conde vampiro no podía ser utilizado por los imperativos censores del Comics Code; episodios tan cojos como The infant terrible (FF número 24, marzo de 1964) o personajes tan traídos por los pelos como El Hombre Molécula, El Aborrecedor o El Hombre Imposible.
Y entonces, en 1966, se produce un salto exponencial en las aventuras del mítico cuarteto. Sin duda que la llegada al equipo creativo del magnífico entintador Joe Sinnott (que permanecería en el título durante casi tres décadas, dotando a los 4 Fantásticos de un estilo característico a pesar de los frecuentes cambios de dibujantes a lápiz) tuvo mucho que ver, no tanto en cuestiones argumentísticas como en la sensación de seguridad que Jack Kirby sin duda encontró en la labor de Sinnot como definitivo pulido a la forja de sus personajes. En el arco de años que media entre 1961 y 1965, varios entintadores habían auxiliado al Rey Jack en su tarea, algunos sobresalientes, otros no tanto: Dick Ayers, Steve Ditko, George Roussos, Chic Stone, Vince Colletta, pero desde diciembre de 1965 sería Joe Sinnott el encargado de dar los toques finales a las historias, engrandeciendo todavía más un producto que ya era en todo más grande que la vida.
Es en ese lapso de tiempo, desde los números 45 al 67 de la serie, cuando Fantastic Four se convierte en un imprescindible tebeo de ciencia-ficción en el que se presentan y exploran conceptos inéditos en el medio. La fuerza motriz del equipo creativo recae ahora, más que nunca, en el titánico Jack Kirby, capaz de pergeñar conceptos inauditos y presentarlos gráficamente con un sentido del colosalismo y la extrañeza como nunca antes ni después se han visto en los comics. Stan Lee, sin duda demasiado ocupado coordinando y argumentando y escribiendo los demás títulos de la empresa, reviste los argumentos de su colaborador de un tono majestuoso y en ocasiones semi-bíblico, aliando épica y religión y ciencia (como ya harían también en el título hermano The Mighty Thor), dejando que Kirby lleve las riendas del proyecto. Son años de explosión creativa donde se presentan conceptos como Los Inhumanos, una raza oculta de individuos genéticamente superiores; Pantera Negra, el primer superhombre negro, príncipe de un reino africano de alta tecnología; la Zona Negativa, el universo paralelo al nuestro hecho de antimateria y poblado de seres pesadillescos como Annhilus o Blastaar; Klaw el señor del sonido, el Preste Juan, el comanche Wyatt Wingfoot y, sobre todo, Silver Surfer, Galactus y The Beehive.
La conmemoración de los cincuenta números ininterrumpidos (1966) de la serie hace que, una vez más, se reciclen los viejos conceptos de monstruos venidos del espacio dispuestos a someter o destruir la Tierra, sólo que en esta ocasión, superadas las barreras del bien y del mal, Galactus encarna a una poderosa entidad cósmica que no es malvada en sí misma, sino que debe consumir mundos para sobrevivir, planteando un curioso problema moral a los personajes y los lectores (quizá resuelto un poco por los pelos, cierto). Galactus encarna a Dios y al mismo tiempo al Diablo, un gigante despectivo que está por encima de las mezquindades, las miserias y las grandezas de los hombres, y cuya apocalíptica venida sacará de su ostracismo al Vigilante, quien aquí dejará de ser ya un alienígena cabezón para adquirir una fisonomía humana que lo acerca a la iconografía de Buda.
Junto a Galactus, su lacayo, Silver Surfer, un plateado extraterrestre de ciega fe en su amo y señor y que, al entrar en contacto con la raza humana, encarnada en la también ciega Alicia Masters, comprenderá conceptos hasta entonces extraños para él y acabará rebelándose contra Galactus en su afán por redimir a la raza humana ante el Dios cósmico, por lo que ha querido verse en este personaje (luego ampliado y explotado por Stan Lee en solitario, aun cuando fuera una aportación personal de Kirby a la historia) un trasunto de Jesucristo y su sacrificio.
La etapa de expansión emotiva y epopéyica termina bruscamente con la presentación de La Ciudadela de la Ciencia y el experimento para la creación de un ser perfecto que es, sin duda, más allá de la creación de un hombre perfecto, la imposible hazaña de la creación de Dios por parte de los hombres (no hay que olvidar que tanto Lee como Kirby son judíos y que la mitología hebrea es consustancial a muchas de sus historias conjuntas). La colaboración entre ambos autores se rompe en ese punto: donde Kirby pretendía crear un grupo de científicos a la búsqueda de un ideal, Lee como editor fuerza a convertirlos en sabios locos empecinados como siempre en conquistar el mundo, traicionando en la conclusión del arco narrativo todo cuanto se había avanzado en la primera parte: puede observarse cómo la fisonomía de los personajes cambia de un episodio a otro.
Desde ese momento, y hasta su marcha del título, Jack Kirby se abstendría de incorporar todo ese montón de elementos innovadores que caracterizaron el periodo más importante del comic-book y de la ciencia-ficción en el mundo del comic; los ecos de la sinfonía romántica fueron apagándose, convirtiéndose en meras alteraciones de notas y motivos, roto el impulso napoleónico que había convertido al tebeo en una oda heroica. Los 4 Fantásticos sobreviven desde entonces, pero el periodo 1965-1967 quedará como la edad de oro de una revista que quiso ser, y fue, la mejor revista de comics del mundo.
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