Conocido en el resto del mundo como Miracleman, pues su nombre hubo de ser cambiado ante las presiones de Marvel Comics, pese a que el personaje es mucho más antiguo que ella misma, este superhombre británico encarna otra vuelta de tuerca, quizá la definitiva, a los ultrapoderosos justicieros de uniforme pintoresco.
Marvelman heredaría los problemas legales que el antecesor al que copiaba había tenido en los años cincuenta: cuando el absurdo pleito entre Superman y Captain Marvel se decanta a favor del primero y las aventuras del popular "queso de bola" son suspendidas (aunque más tarde fuesen rescatadas, la serie del personaje rebautizada a Shazam y, primera paradoja, editadas por la misma editorial DC que no quería que hicieran sombra a su superhéroe insignia), la edición inglesa decide seguir adelante creando unos personajes apócrifos, Marvelman, Young Marvelman, Kid Marvelman y toda una pléyade de personajillos calcados del original, hasta configurar la llamada Marvelman Family. La serie dura hasta 1963.
En 1981, Alan Moore recupera y le da la vuelta a todo aquello, poniendo al día al personaje, obsoleto e infantil, algo ridículo en su simplista concepción del universo, y lo hace, guionista novato todavía, con la asombrosa habilidad de malabarista que ha caracterizado desde entonces toda su obra, apañándoselas para ser absolutamente fiel a lo ya publicado en los años cincuenta-sesenta, respetando la continuidad e inventándose una nueva, y dando un paso de gigante en la narración de las historias de un superhombre, de unos superhombres, en el mundo de hoy. La maestría de Moore es tan grande que los lectores que jamás hemos leído el Marvelman original sabemos perfectamente cómo fueron esas historias primitivas, aunque no formen parte de nuestro pasado nostálgico como seguidores de tebeos que sólo pueden ensalzarse en la memoria.
La dicotomía hombre/superhombre se presenta en esta recuperación del personaje como escisión absoluta, aliada a conceptos como subespacio o la clonación. Tanto Marvelman como su némesis y sus aliados van más allá de los conflictos de doble personalidad más pedrestres de otros superhéroes al uso (y Marvelman no es un superhéroe, sino un superhombre, matiz importantísimo que no puede olvidarse). La esquizofrenia entre Mike Moran y Marvelman es total y absoluta; si originalmente fueron dos cuerpos para una sola mente, el renacimiento al pronunciar la palabra mágica "Kimota" y la comprensión de que su pasado de personaje de comic-book no es si no una sugestión hipnótica empujan a la división absoluta entre uno y otro. Moran no puede competir con su otro yo; su misma esposa lo advierte, el propio Marvelman renuncia a esa parte de sí mismo que ha trascendido al convertirse en dios: incluso llega a concederse un auto-entierro melancólico hacia el hombre del que partió para subir a los cielos. La esquizofrenia se vuelve psicopatía en el personaje de Kid Marvelman (¿quizás porque su apellido es Bates y Moore no pudo dejar de jugar con la intercontextualidad?): donde Johnny Bates es un niño, Kid Marvelman es un demonio hecho dios, un ser supremo que no quiere verse convertido en una criatura inferior y que, tras su primera derrota, lucha desde el fondo del subconsciente (el subespacio) para volver a salir a flote y ocupar su puesto rodeado de unos seres imperfectos a los que desprecia.
La serie se divide en tres libros, cada uno de múltiples capítulos cortos, lo que constriñe en ocasiones el desarrollo de la trama y en otras potencia de manera sobresaliente la dosificación de la información y el sentido del suspense. Interrumpida su publicación en la revista inglesa Warrior, fue su trasvase a América y a la editorial Eclipse la que propició su cambio de nombre a Miracleman. Es entonces cuando, revelados ya los secretos de su origen y su función en la escala cósmica, eliminado su creador-némesis (el Doctor Gargunza, de físico sospechosamente parecido al de Aristóteles Onassis), la serie llega a su más alta cota de realización gráfica y literaria, en tanto que será la propia voz del superhombre quien reflejará sus sensaciones y su recuerdo de la historia. Moore ya tiene a sus espaldas su propia leyenda como autor. La introducción de Winter, la hija suprahumana de Marvelman y su esposa (no de Mick Moran, quien se confiesa estéril), la sorpresiva reaparición de Miraclewoman como Afrodita perfecta, el encuentro con los extraterrestres capaces de cambiar de cuerpos como quien cambia de camisa y, por fin, el último y definitivo enfrentamiento con el Enemigo, un Bates enloquecido que destruye Londres en la batalla más épica entre superhombres que jamás haya visto un cómic (batalla que llega a sus últimas consecuencias de crueldad, sangre, poesía y camaradería, pues la única manera de detener al enemigo es matar sin piedad al niño que lleva dentro, una de las escenas más terribles y al mismo tiempo más sensibles que jamás haya reflejado la historieta), dan paso libre a la construcción de la Utopía. Mavelman/Miracleman ya es dios, y por tanto ve el mundo como responsabilidad suya. Ha trascendido sus pecados, igual que ha trascendido su humanidad, y vigila desde un olimpo inexplicable los destinos de una raza a la que sueña con evolucionar, quizás porque si no es bueno que el hombre esté solo, tampoco puede serlo que lo estén los dioses. Los dibujos de John Totleben dan, en esta última parte de la saga, el tono justo entre irrealidad y maravilla que necesita la concepción superior que Miracleman tiene de su destino y el del universo.
Terminada su visión del superhombre, Alan Moore dejaría hipotéticas continuaciones a su amigo Neil Gaiman, quien sólo llegaría a realizar un libro cuarto con historias cortas no centradas en el personaje protagonista; luego, los sempiternos problemas legales del nombre y los derechos de la serie la dejarían inconclusa, a la espera de que los litigios lleven a una solución que conceda, al menos, la reedición que ni siquiera se permite. De cualquier forma, difícil lo tenía Gaiman para continuar una historia donde todo estaba dicho, y de qué manera, no sólo en la ficción particular de ese mundo destruido y reconstruido a imagen y semejanza de los sentidos de los dioses, sino en el propio medio de los superhombres de historieta. Más que Watchmen, la otra obra cumbre de Alan Moore, es este Marvelman/Miracleman el último clavo de oro en el ataúd de un género que ya no da más de sí, porque Marvelman, o Miracleman, lo mismo da, ha llegado más allá, como el dios que es, de lo que los hombres transmutados en héroes podrán llegar jamás ni en sus más descabellados sueños.
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