En esta serie vuelven a aunarse la poesía y la épica. Un genio inclasificable, maestro de las palabras y las (i)rrealidades como es el chileno Alejandro Jodorowsky entrega a un genio del dibujo y los ambientes como es el argentino Juan Giménez la que es quizá la historia más absorbente del todo cósmico en que viene a reunirse su obra. La casta de los Metabarones, spin-off de El Incal, cruza con acierto la estética de la ciencia-ficción con la lírica de los cuentos de las mil y una noches. Scheherezade y el sultán son ahora los robots Tonto y Lothar (de nombres claramente reminiscentes en el mundo del cómic y la cultura popular, en tanto remiten a los sidekicks de El Llanero Solitario y Mandrake), o más bien a los teatrales Vladimir y Estragón, dos seres de metal y circuitos que matan las noches eternas narrando el uno, sorprendiéndose el otro, a la espera de un Metabarón ("el" Metabarón) que no parece llegar nunca, y mientras las aventuras desconocidas del superguerrero supremo que es el Metabarón tienen lugar en otras series, se nos presentan los remotos origen de su casta y de su estirpe, en una serie de relatos concatenados donde lo apabullante del grafismo no logra dejar en segundo plano la riqueza verbal, las florituras líricas y la divertida tecnojerga con que se expresan los narradores.
Hay claros ecos de Dune, el proyecto tan largamente acariciado por Jodorowsky, en estos Metabarones que parecen haber nacido de los Harkonnen de la serie de Frank Herbert, y elementos como las monjas-putas, la búsqueda del hermafrodita supremo o la misma substancia antigravitatoria que da a los metabarones su supremacía tienen rápido paralelismo en las Bene Geserit, el kwisaz haderach o la especia melange. Pero La casta de los Metabarones entronca también con el realismo mágico, con la saga de los Buendía, tan atrayente en los nombres hispanos de algunos personajes, con el código bushido de los samurais y los pecados y redenciones de los grandes mitos griegos. Las frases lapidarias con las que los antepasados del Metabarón aceptan y se enfrentan a su destino son tanto más atrayentes que las exobiologías o las cuidadas secuencias de batallas espaciales en las que Juan Giménez destaca como nadie, demostrando que todavía el cómic puede superar en espectaculiaridad (quizá ya por poco) a la imagen en movimiento que le roba el cine. El continuo destino trágico de los Metabarones y sus esposas, el enfrentamiento con unos hijos que los han de matar en batalla para que la casta continúe, las abundantes mutilaciones, suicidios, incestos, resurrecciones, parricidios, clonaciones y exterminios nos sitúan esta saga en las antípodas de la ciencia-ficción más comedida de los superhéroes americanos, a los que en más de una ocasión, sobre todo en la invencibilidad de cada Metabarón, más poderoso que su predecesor, parece enmendárseles la plana.
Desde el primer Metabarón, el frío Othon el tatarabuelo, asesino inconsciente de su propio hijo, hemos visto las grandezas y miserias de cada miembro de la estirpe: el bello nacimiento en el aire de Agnar el bisabuelo, el trueque de almas, cuerpos y esencias que desemboca en el pecado de Honorata la tatarabuela al reiniciarse en Oda la bisabuela, la despiadada traición de Cabeza de Hierro el abuelo y su fusión con el último poeta Zaran Krleza y la creación del nuevo ser plural Melmoth, el terrible momento en que Doña Vicenta Gabriela de Rokha la abuela se arranca los ojos cual Edipo galáctico... Todo en un entorno de ecologías poéticas y agujeros negros donde la física se difumina con la música, contado además con la suficiente seriedad y convicción (al contrario de otras obras del mismo guionista) para producir una epopeya contemporánea.
El contrapunto jocoso y hasta escatológico a tanto honor, tanta sangre, tanta destrucción y tanta tecnomitología lo ponen esos dos robots que admiran la condición suprahumana de sus creadores y recogen de manera sobresaliente el guante biónico de las bellas historias orales, esas que se cuentan de una noche a la otra y dejan en los sueños por venir el deseo de que llegue la noche siguiente para así seguir escuchando cómo se desmadejan las leyendas.
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