Entre lo mucho de sobresaliente que un autor como Frank Miller tiene que ofrecer se cuenta sin duda la cualidad de ser un adelantado de su sitio. Antes que nadie en Estados Unidos volviera los ojos hacia oriente y occidente, Miller ya estaba familizarizado con el manga o conocía, siquiera de oídas, el nombre de Corto Maltés. Así, no es extraño que cuando rompió por primera vez los lazos con los superhéroes de creación ajena para dedicarse a personajes de factura propia, asomaran en su obra todas esas influencias que ya había conocido como simple lector o estudioso de la historieta.
La primera obra de Miller como autor completo es este Ronin que ahora nos ocupa, una primera obra maestra que, curiosamente, comparada con todo lo mucho y bueno que Miller produciría a continuación casi puede considerarse un trabajo fallido, en ocasiones confuso, el borrador de futuras historietas magistrales que tiene aquí, tanto en formato físico (seis tebeos bimestrales en papel satinado y abundancia de páginas dobles y hasta triples) como temático muchos avisos de lo que Miller sería luego: la complacencia por los ghettos y sus habitantes cuasi-monstruosos, incluidos elementos puramente nazoides y/o de sexualidades equívocas; la sangre como elemento cromático a la vez que purificador; el héroe a caballo contra la tecnología, ecléctico y parco en palabras; mutilaciones y explosiones que se adelantan al cine de nuestros días y refuerzan las muchas escenas de espectacular y cruda violencia física; un matiz político difícil de situar como revolucionario o simplemente fascistoide; corporaciones en la sombra y mujeres guerrero armadas con sables exóticos y hasta furiosos contrastes en blanco y negro, como si el tebeo estuviera dibujado sobre un negativo fotográfico. Son los elementos que luego aparecerían en su Dark Knight, su Elektra Asesina, su Sin City y hasta su 300, y que ya se ensayaban en esta historia de venganzas seculares o ensoñaciones freudianas.
Porque eso es Ronin, la historia doble de un joven aprendiz de samurai contra el demonio Agat encerrado en una espada, y a la vez la lucha contra una nueva forma de vida informática, el superordenador sentiente Virgo, que aprovecha los latentes poderes psíquicos del talidomílico Billy Challas para conformar una mezcla de realidades donde un nuevo estado de evolución se difumina con la ¿imaginada? saga de samurais sin honor y códigos de sangre. El deseo de experimentación formal es en ocasiones más fuerte que la claridad expositiva de la historia, donde varios estilos de dibujo se alternan y anulan, imponiendo una estética feísta (la del mundo moderno y ese cáncer que lo roe en forma de ordenador que se va a apoderando de las raíces del subsuelo) que contrasta en ocasiones con ese mundo viril, casi de cuento de hadas oriental, que es el Japón medieval que Billy imagina y donde ya no es un frustrado elemento en una máquina inhumana, sino un bello émulo de Bruce Lee capaz de galopar por llanuras de magia.
La locura de Miller, como la de sus personajes, fue contagiosa, y Ronin fue el primero de muchos proyectos personales que tendrían fugaz cabida en el mundo del tebeo americano durante los años ochenta, antes de que las experimentaciones adultas (y aquí se nota en los desnudos, el adulterio, la crueldad de las batallas, hasta en el abuso sexual insinuado hacia la persona del Billy niño y los malos tratos de su madre) dieran marcha atrás y se pretendiese que no había pasado nada. Pasó mucho. Por encima de unos logros que en 1982 parecían inauditos y que hoy se ven, en muchos casos, como superados por la evolución del medio, hay que destacar la valentía, los deseos de experimentación, la mezcla de influencias capaz de engendrar estilos nuevos. Como la ensoñación (¿o es la realidad?) de Billy Chalas, como el sueño contagioso del ronin que aprisiona a Casey, hasta el punto de darle muerte para enmendar la realidad, aunque reciba la sorpresa final, el regalo último de ver a su amado/héroe surgir una vez más de las neblinas de la muerte.
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