Cine e industria del cómic (o, porqué no, cómic e industria del cine) han ido siempre indisociablemente unidos. Los booms de ventas de uno han ido siempre tirando del carro del otro. O, lo que es lo mismo, los iconos de un medio han encontrado siempre eco en el paralelo, siguiendo modas efímeras que al menos suelen ofrecer el consuelo de algún hallazgo válido.
Marvel Comics se situó como campeona editorial en los años sesenta, cuando su vuelta de tuerca a los superhéroes los mostró como ídolos con pies de barro, personas con problemas normales que no eran capaces de superar sus traumas a pesar de sus ingentes capacidades metahumanas. Si el globo se desinfló poco a poco a principios de los setenta, con la marcha de los principales guionistas y dibujantes a otros cargos u otras empresas (Stan Lee a símbolo editorial de la casa, Jack Kirby y Steve Ditko a otras aventuras gráficas) o se advirtió un cambio en los gustos de los lectores y quizá en la edad de éstos es algo que queda patente en los años setenta: el acercamiento a los héroes de los pulps como Conan o Doc Savage, el flirteo con las artes marciales fílmicas y su trasvase al excelente Shang Chi Master of Kung Fu, pese a lo improbable que pudiera parecer esa propuesta sobre el papel; y naturalmente la incursión en el terror clásico que ya en el cine se explotaba con Hammer Films y Christopher Lee en sagas capitales como la de Drácula.
Es Gerry Conway (injustamente relegado a un segundo plano en el recuerdo) quien se encarga de llevar al tebeo la atmósfera de las películas del momento, recurriendo a un dibujante, Gene Colan, que hasta ahora había destacado en Marvel como excelente ambientador de las aventuras de Daredevil o Captain América. Pero Conway es relevado pronto por ese otro gran guionista, Archie Goodwin, y éste a su vez por Marv Wolfman. Ninguno de los dos primeros pudo encontrar el punto ideal para una serie que iniciaba caminos nuevos. Fue Wolfman, ayudado por un cada vez más inspirado Gene Colan (auxiliado en las tintas por el sobresaliente Tom Palmer) quien fue capaz de hallar el modo de contar, por primera vez en el mundo del cómic, las andanzas de quien no podía ser otra cosa sino un supervillano definitivo, el mal con capa y colmillos, un antihéroe.
Tuvo que ser una experiencia difícil y gratificante al mismo tiempo. Tomb of Dracula es un comic-book contracorriente, una vuelta de campana a lo que tradicionalmente venía haciendo la editorial. Si los superhéroes eran personas normales disfrazadas de colores chillones, este monstruo adaptado de la literatura y el cine (más lo segundo que lo primero) supone un imposible ya de entrada. El proceso de identificación del lector con el personaje positivo se pierde ya de entrada: todavía faltaban años para que el antihéroe se adueñara de los cómics por venir, y figuras como Lobezno o el Castigador todavía no eran lo que fueron más tarde. La dificultad de mantener a un supervillano como eje central de la historia (y eso, y no otra cosa, es este Drácula, un supervillano que bebe de otros supervillanos de la casa, sobre todo el Doctor Muerte) y el tono mucho más serio y adulto que éste puede pretender para sus fines (no dominar el mundo, sino sobrevivir succionando sangre, matando con crueldad a sus víctimas, regocijándose en su espíritu sombrío y cadavérico) se compensan cuando, muy inteligentemente, se crea una especie de supergrupo-pero-menos de cazavampiros donde los descendientes de los personajes del libro de Stoker recaban para sí la tarea de acabar con el príncipe de los no muertos.
La serie, así, tiene a Drácula como protagonista y como secundario a su vez. El arco narrativo de sus historias puede perfectamente desviarse y contar historias intimistas donde el vampiro aparece de soslayo, una sombra vaporosa en las sombras de las calles, mientras los modernos Van Helsing o Frank Drake intentan siempre cazar a la criatura inalcanzable. En el camino de ambos se cruzarán con personajes llenos de carisma que luego ascenderían al carácter de mito dentro de la serie o devendrían en aventuras independientes, como el detective vampiro encarnado por Hannibal King o el despiadado cazavampiros negro (no olvidemos que la serie corre en paralelo a los años del blaxploitation) conocido como Blade.
Por encima de las limitaciones que el Comics Code y el comic-book ofrecen a una serie, con un erotismo que hoy es puro naïf y un concepto de la historieta y el terror que hoy ya se han perdido, destaca la puesta en escena de Gene Colan, capaz de ofrecer texturas, sombras, primeros planos, escenas de acción y un desfile de personajes como pocas veces se han visto en la historieta.
Personaje y serie tuvieron historias paralelas de tono pretendidamente más adulto en blanco y negro en la revista Dracula Lives! y un par de resurgires en forma de revista con aventuras más largas y una serie limitada años más tarde. Se ha reeditado en español dentro de la colección Biblioteca Grandes del Cómic y merece la pena echar un vistazo para comprobar cómo se puede hacer un buen tebeo y contar buenas historias aunque sea desde dentro de los límites de un medio que no parece el más propicio para despertar miedos.
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