Escritos originalmente en los años treinta por el texano Robert Erwin Howard, los relatos y novelas de tan singular personaje (un antihéroe en el más amplio sentido del término, pero oportunamente auxiliado por un "código del honor" que lo convierte ipso facto en desfacedor de entuertos prehistórico y caballero andante con poca ropa y mucha labia) habían gozado de cierta popularidad en su momento (incluso se habló de llevar sus hazañas al cine protagonizadas por Victor Mature) y de un oportuno revival en los años sesenta, cuando se recuperaron, reescribieron y continuaron por albaceas literarios sus andanzas, sin duda auxiliadas por las impactantes portadas realizadas por un monstruo como Frank Frazetta.
Conan, no obstante, parecía haber nacido para el cómic, y es en este medio donde alcanza su máxima popularidad y desarrolla a placer las premisas que explican su éxito: mundo postcataclísmico en los albores de nuestra historia, sin leyes ni moral, donde la magia y los monstruos herederos de Lovecraft campan por sus respetos y la vida de un hombre, en lema mil veces repetido, vale tanto como el filo de su espada. En una época en que los grandes directores del cine del oeste habían desaparecido o estaban próximos a hacerlo y el western mismo se había agotado tras las mil revisitaciones televisivas que acabarían, en el recuadrito de las 625 líneas, por agostar cualquier mítica que pudiera tener el género de vaqueros, Conan y sus muchos herederos venían a suponer el relevo ideal, pues el bárbaro cimmerio es a un tiempo cowboy solitario e indio salvaje, apátrida amoral y recio johnwayne de melancólicos silencios, vikingo y romano, huno, pirata, guerrillero, jinete de las mil y una noches o cosaco. El batiburrillo histórico-subcultural de las aventuras del personaje, insisto, no podían dar más que para relatos de segunda fila, sin duda divertidos pero de escasa calidad literaria y tópicos repetidos hasta la saciedad, lo que desde El Quijote la cultura oficial ha dado en creer muerto y enterrado: libros de caballerías. En el cómic, sin embargo, funcionaba.
La historia de Conan tenía, entre papeles desordenados e incorporaciones apócrifas, una muy clara trayectoria vital: de bárbaro a rey después de haber pasado por todos los estamentos sociales que fueran necesarios y donde pudiera colocarse una historia. Teniendo en cuenta estos parámetros, el guionista Roy Thomas prepara una serie de argumentos donde, de vez en cuando, se permite adaptar a la historieta las propias andanzas del Conan literario (o de otros héroes y antihéroes creados para otras épocas históricas por Robert Howard). Los titubeos iniciales de la serie, bimestral en un principio, parecen dejar claro cuál debe ser el camino tras el éxito de la sobresaliente adaptación del poético relato "La torre del elefante": no apartarse de la sombra de Howard.
En un proceso evolutivo que sólo tiene quizás como precedente el de Alex Raymond en los años treinta, Barry Smith pasa de ser un voluntarioso y poco dotado imitador de Jack Kirby a convertirse en un sensible poeta prerrafaelita donde asoman los ecos épicos y naturalistas de Hal Foster. El confuso story-telling de las primeras historias (y es sintomático que la dificultad de leer y entender plenamente las primeras aventuras del bárbaro sean parejas al aprendizaje de Smith, lo que demuestra en manos de quién estaban realmente los argumentos) va dando paso a un estilizado trayecto por el amor y la muerte que desemboca en viñetas de arquitecturas mágicas y joyas repujadas en ornamentos y escenarios mientras Conan guía sus pasos a lo que puede ser, en el cómic, el equivalente epopéyico de lo que fue para la literatura la guerra de Troya: la toma de Shadizar.
Pero Smith abandonó la serie un par de veces y ésta no se resintió, sino al contrario. Un primer interludio trajo por fin al personaje a Gil Kane, en un par de números que fueron durante mucho tiempo los mejor vendidos de la colección; y por fin, tras su marcha más o menos definitiva, la llegada del gran John Buscema quien, con un estilo mucho más clásico y academicista y un story-telling que no busca piruetas en hueco, marca ya para la posteridad la imagen del bárbaro. Buscema se siente a sus anchas en un personaje y unas historias que remiten en ocasiones a los grandes maestros del cómic de prensa de los años treinta, Foster y Raymond, y aunque la arquitectura de las ciudades de magia y fantasía se resiente más que ninguna otra cosa, su manera de abordar el personaje y la Edad Hyboria donde éste se desenvuelve clarifican mucho la dureza poética de las historias.
Desde su llegada al título, la popularidad de Conan es tan grande que, además del comic-book en color de veintipocas páginas, pronto se preparan historias más largas donde se adaptan relatos o novelas de Howard (o se trasvasan las de otros autores). Es la serie Savage Sword of Conan, donde en blanco y negro y con mayor espacio narrativo, John Buscema da lo mejor de sí mismo. Entintado por un buen puñado de colaboradores, con los que no siempre dijo estar de acuerdo, la imagen de estas historias largas del personaje queda inevitablemente unida a las tintas de Tony de Zuñiga, Alfredo Alcalá, Ernie Chan o Rudy Nebres. Si en el comic-book a color hay historias sobresalientes (la mencionada "La torre del elefante" o joyas como "La canción de Red Sonja" o la larga saga con Bêlit, la reina pirata de la Costa Negra), la edición en blanco y negro no se queda a la zaga, con la adaptación de novelas como Sombras en Zamboula (por Neal Adams), Sombras de hierro en la luna (Buscema y Alcalá), La morada de los condenados (Buscema y Montano), Nacerá una bruja (Buscema y la tribu) o la larga y excelente adaptación, en varios números, de La hora del dragón. Sin olvidar la obra maestra que supone el regreso de Barry Smith al personaje: la adaptación de Clavos Rojos.
La editorial tenía prisa por explotar el filón del personaje y quizá por eso no esperó a que esas historias se contaran en el momento en que tendrían que haber sido contadas, cuando los vagabundeos del personaje lo llevaran a los escenarios donde habían sido desarrolladas literariamente. Haberlo hecho, además, habría invalidado la inclusión en los resquicios que fueran quedando de nuevas historias. Tampoco se volvieron a contar esas historias cuando la peripecia de Conan pudo alcanzarlas: se preparó, si acaso, una tercera serie en color, King Conan (luego rebautizada Conan the King), y se ilustraron también algunos álbumes y se realizó una tira diaria para los periódicos.
Escribir y dibujar tebeos como una cadena de montaje desemboca ineviatablemente en la moraleja de los carros de fuego del poema. Conan se convirtió en una franquicia (ya lo era desde sus inicios), y los elementos mágicos, épicos y líricos que hicieron populares sus aventuras terminaron por ir repitiéndose hasta el infinito, sin apartarse jamás de unos parámetros que fueron originales en su momento y acabaron por convertirse en repetitivos tópicos. La marcha de Roy Thomas y John Buscema de los títulos del personaje fue la penúltima puntilla en su baja de popularidad.
En el interín vinieron multitud de novelas nuevamente apócrifas, las dos películas de todos conocidas, una insufrible serie de dibujos animados y una ridícula adaptación televisiva con personajes humanos y calaveras de goma, un impasse donde los derechos del bárbaro saltan de continente en continente sin que nadie supiera muy bien dónde iría a parar todo el juego y quién realizaría nuevas entregas (al final, Dark Horse se ha llevado el cimerio al agua). Puede que sea ya demasiado tarde para recuperar al personaje, quien tuvo su buena ración de obras maestras y su rincón de gloria en los olimpos del cómic y los mercados de la cosa. Lo cual ya es mucho más de lo que sin duda imaginaron Gil Kane, Roy Thomas y Barry Smith cuando empezaron, con pies de plomo y sin la plena confianza de la editorial, a explorar los límites del comic-book y el estilo Marvel retrocediendo en el tiempo a la Edad Hyboria.
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