Antes de que lo conociéramos como persona de carne y hueso, fue, para mi generación, que fue la suya, un personaje de dibujos animados, un niño de pelo de seta y nariz chata que cantaba en la tele, por las tardes, aquello de “One, two, three” apoyado por otros cuatro niños muy parecidos a él, aunque en escalas, corporales y musicales, diferentes. Michael Jackson, la estrella infantil del nervioso grupo del pop negro, los Jackson Five. Luego creció, pero al contrario que a Joselito, no le cambió la voz, sino el alma (el soul), e inició una carrera en solitario donde se inventó tanto a sí mismo que revisar ahora no ya su admirable discografía, sino los vaivenes de su aspecto físico, hacen que nos parezca estar ante un efecto especial de morphing, como él mismo ensayó en aquel videoclip que hizo historia del medio y los ochenta, “Thriller”.
Nos acojonó mucho con aquel cortometraje de miedo donde Vicent Price ponía una voz surgida de sus adaptaciones de Edgar Alan Poe y un grupo de zombies se movía a un ritmo frenético, tan imitado luego, tan inimitable. El disco más vendido de la historia del pop, que se dice pronto, y que causó, como la belleza de Florencia a Stendhal, el nombre a un síndrome: el síndrome de Thriller, o la imposibilidad del ser humano de éxito, tan joven, de superar la gloria de su propia obra.
Entra ahora en la leyenda, Michael Jackson, tras una vida breve salpicada de extravagancias y de escándalos. Se le quemó el pelo y la cara rodando con Francis Ford Coppola una película en 3-D, Captain Eo, y desde entonces su gusto por el disfraz y la transformación, del que el mismo Thriller era epítome con su paso de teen a hombre lobo a zombie a hombre pantera, ya no fue sólo un capricho, sino una necesidad impulsiva. Se cambió la cara y la tez y por un momento pareció tener la belleza de los personajes de los cómics que tanto le gustaban, pero la degradación de su físico, y quizá de su psique, fue imparable. Los tabloides lo acosaron, él dio pie a rumores con su compra del esqueleto del Hombre Elefante, su mono mascota, su disneylandia particular. Le llamaron el rey del pop y, como cumpliendo una norma dinástica, hasta se llegó a casar con la hija de Elvis, un matrimonio que no duró, porque Michael Jackson siguió llevando adelante quizá hasta el jueves por la noche el juego de ser Peter Pan. Como el propio Elvis, quizás, ha muerto, en una mansión solitaria que se comían las deudas, a la espera de relanzar una carrera que ahora, lejos ya los juicios y las acusaciones no demostradas, tendrá que ser juzgada por lo que fue.
Michael Jackson, la última estrella del pop, de los medios de comunicación de nuestro tiempo. Bello, fugaz, degradado, genio. A su voz de chocolate y miel, a sus movimientos de primer mutante del futuro, le acompañó siempre un sentimiento de soledad y de impotencia. Hizo canción denuncia revistiéndola de ritmo, abogó por la paz mundial, quiso acabar con el hambre en África, denunció la violencia y cantó con sentimiento a la muerte por cáncer de un chiquillo. Fue mucho más que un monstruo de feria, el último mito, un niño perdido que, por fin, quizá tenga ya su hueco en la última estrella del cielo, a la derecha.
Publicado en La Voz de Cádiz el 29-06-2009
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