Lo imagino caminando así, tiqui tiqui tiqui tin, como Pedro Picapiedra las noches de farra de los Búfalos Mojados, justo antes de lanzar el boliche de piedra o volver a casa para que no lo dejara entrar Wilma.
Mi amigo M, de quien ustedes ya han oído hablar, y cuyo nombre completo no doy aquí por si acaso este mensaje que no se autodestruirá en sesenta segundos llega a ojos y oídos no aconsejables. Un caso. Y aunque ya despeina calvas y ronda el medio siglo que aquí el que firma ha superado sin llegar a progresar adecuadamente (¡duele, rayos!), tiene sus particulares idiosincrasias que hacen que, cuando te las cuenta con ese candor adolescente que nunca ha perdido (ni perderá ya, al paso que va), uno se quede mirándolo a cuadritos, parpadeando con ojos king-size como Tony Curtis disfrazado de Cary Grant cuando trataba de seducir en la playa en blanco y negro a Marilyn Monroe.
Colecciona algún que otro tebeo, mi amigo M, y aunque dibuja de manera más que aceptable y hasta colaboró en algún fanzine en sus buenos tiempos, lo suyo son las maquetas. Ya de niño se hizo con cartulina blanca una maqueta del Apolo XI que se desmontaba y todo, pero lo de ahora es que, de verdad, ya pasa de castaño oscuro. Confiesa que sabe que tiene más maquetas en su sancta sanctorum que tiempo de vida para montarlas, cosa que yo me creo a pie juntillas porque, ay, tengo en el mío más libros, dividíes y tebeos de los que tendré tiempo de repasar nunca.
Para colmo, ha descubierto e-bay y se está gastando un perraje en adquirir las figuritas más peregrinas: que si este muñequito articulado de Bruce Lee, que si un casco de stormtrooper de peuvecé, que si un sucedáneo de Madelman con el traje de astronauta de 2001 hecho a mano y en edición limitada... No voy a contarles que casi le da un soponcio cuando el Bruce Lee de las narices resultó un timo que por suerte no llegó a pagar, ni que el astronauta de casco cabezón casi se le perdió por el camino entre Japón y su casa, tras haber pagado una burrada que equivale, ay, a mi sueldo de un par de meses. Cada cual es libre de gastarse sus dineros en sus gustos.
Lo malo es que su mujer no lo sabe, o decide prudentemente mirar para otro lado. Porque mi amigo M, como un alcohólico cualquiera, como un jugador profesional de blackjack, tiene un sistema. Y el sistema es tan sencillo y tan maquiavélico como pedir los muñequitos, props, maquetas y demás chorradas con una tarjeta de crédito a una dirección de confianza, no a la suya. La dirección de confianza, claro, es la de la casa de sus padres, en otra ciudad, donde su madre recibe el alijo, llama al niño cincuentón por teléfono y en clave ("¡Ha llegado el águila!") avisa de que puede ir a recogerlo y de paso le hace una visita, que somos unos descastaos los niños que fuimos niños en los años sesenta. Y allá que va mi amigo M a recoger su juguetito, cuando sale una hora antes del trabajo.
Luego viene la segunda parte de la hazaña. Al igual que de niños colábamos la pornografía revisteril por dentro de la camisa, o de la cazadora (e incluso enrollada en la pierna y sujeta con el calcetín, oigan ustedes que no tenían que procurarse esas cosas, porque el porno los persigue quieran o no quieran), mi amigo M, con su flamante astronauta, su nuevo Bruce Lee o su maqueta del Alien despedazado por el Predator, deja el alijo en el maletero del coche.
Y por la noche, cuando su mujer y los niños duermen, con sigilo, procurando que los perros del chalecito tampoco den el cante, tiqui tiqui tiqui tin, como Pedro Picapiedra, baja las escaleras, abre la puerta, se llega al coche, y a oscuras rescata los muñecos o las maquetas y descalzo, sin encender una luz y echando de menos no haberse puesto las gafas, sube cual fardo de contrabando la compra a su cuarto.
La mujer, me insiste, sube poco allá arriba (nuestras mujeres están bien advertidas de que hay cosas que ni se tocan), y cuando lo hace y mira la enorme colección de Terminators, Doctores Whos, Bruces Lees, Kwai Chang Caines, Conans, Kulls, aviones, tanques, cápsulas del tiempo y lo que ustedes puedan echarse a la imaginación, porque tonta no es, siempre detecta que hay algo nuevo. Y lo dice:
--¿Ese es nuevo?
Y mi amigo M, dedicado a pintar una pata de un Mon Calamari o a recortar un bigote de Cthulhu, siempre contesta:
--¿Ese? ¡Qué va! ¡No lleva ahí tiempo!
La colección sigue creciendo, claro. Sin remedio. No sé si algún día será motivo de divorcio, pero en el fondo tiene toda la pinta de ser una especie de frikiadulterio.
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