Carlos lo cuenta con muchísima más gracia de lo que en realidad fue, y en la ficción de sus palabras queda un relato mucho más interesante de lo que sucedió en realidad, pero me comprometí a contarlo de todas formas y aquí lo empiezo.
Hace la friolera (y la palabra elegida no es al azar, como no lo son casi nunca) de dieciséis añitos, un par de talluditos aspirantes a historietistas empezaron a hacer las Europas, o sea, las Inglaterras, y allá por el mes de febrero hicieron la visita de rigor a las oficinas que Marvel UK, dirigida por Paul Neary, tenia junto al Támesis, una casa antigua entre casas modernas donde nos recibía nada menos que un dalek y en un barrio donde, llegada la noche, desaparecían los yuppies que ni siquiera imaginaban una crisis económica y, para ocupar su lugar, salían arrastrándose de las bocas de metro los mendigos e indigentes que sí sabían de qué iba la cosa. Daba un poco de miedo dejar atrás el mundo de la mansión de los Vengadores y encontrarte de pronto varado entre una masa de morlocks.
Nos alojábamos no en Londres, sino en Cambridge, en la casa que para tales menesteres tenía nuestro contacto con la editorial, un chico alto, delgado, moreno y algo neurótico de cuyo nombre no quiero acordarme y que vivía como un marajá entre montones apilados de ropa negra como ala de cuervo (imitación de la de Paul Neary, que no se complicaba la vida con otro color) y que no se molestaba en lavar: compraba camisetas negras nuevas y santas pascuas.
Nuestro contacto estaba enamorado y, como todos cuando estamos enamorados, se comportaba como un completo imbécil. Y, al contrario que la mayoría de la gente cuando comete semejante dislate, no se lamía las heridas en solitario, sino que nos arrastró a la búsqueda del oscuro objeto de deseo de sus noches blancas. O sea, una chica española (poco agraciada, por cierto) que pasaba de él como de la mierda y con la que apenas cruzó dos palabras.
Lo malo es que para que nuestro contacto no cruzara dos palabras nosotros tuvimos que cruzar dos veces la bella ciudad de Cambridge de punta a punta. Y hacía frío. Era febrero y los dos españolitos del sur no íbamos vestidos para la ocasión. O sí, realmente: enguatados de abrigos, guantes, bufandas, gabardinas y ropa interior térmica, al aire libre se estaba más o menos cómodo, pero era entrar en un establecimiento (recorrimos dos o tres pubs buscando a la chica no demasiado agraciada que pasaba de nuestro anfitrión como de la mierda) y empezar a sudar la gota gorda, a deshojarnos de capas y más capas de ropa inútil, a sentirse uno no en Inglaterra, sino en el país de las saunas. Finlandia, mismamente.
Lo malo era salir a la calle después, sudorosos y hechos polvo porque después de pegarnos la maratón y comprobar que nuestro hombre se portaba ante la bella como un lelo, allá que todo parecía cosa de meter el turbo y poner tierra de por medio, como si no hubiera pasado nada, que en efecto no había pasado.
Doce de la noche, un frío de verte estalactitas en las lágrimas, un frío que arreciaba, que se te colaba por dentro y te convertía el rastro de sudor en tiritas de congelador por la espalda. Y nuestro hombre (y yo ando rápido, conste) dispuesto a conquistar él solo al ejército enemigo en la batalla de Balaclava. Cada vez más frío, cada vez más rápido. Y el nota que no paraba.
Empecé a hiperventilar. No me llegaba el aire. Así que me paré, me apoyé en una cadena de la fachada de una iglesia o en algún sitio por el estilo, y dije agitando la mano esa frase que Carlos altera con tanta gracia, aunque estoy seguro de que no la dije tal como él la cuenta:
--Sigue. Sigue tú. Dejadme aquí. Sálvate.
Y se pararon, claro. Y recuperé el resuello y continuamos nuestro camino hasta llegar a la casa aislada donde nuestro contacto vivía sin contacto humano.
Lo que no sabíamos es que aquel frío glaciar era el anticipio de aquello que íbamos a descubrir al día siguiente: todo Cambridge cubierto por una hermosa manta de nieve. La primera vez, por cierto, que yo veía nevar en directo (y lo curioso es que, llegados a San Roque al día siguiente, 28 de febrero, también había nevado aquí abajo, algo que no ha sucedido prácticamente nunca).
Carlos, por cierto, se vengó de la caminata estrellando, como un Calvin cualquiera, una bola de nieve con efecto contra la cabeza de nuestro anfitrión. Yo me pillé un constipado de aúpa, y tuve que guardar cama dos o tres días. Si que hacía frío en Cambridge. Desde entonces, siempre deseo que sea Oxford quien gane la regata.
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Categorías: Las aventuras del joven RM