El campo de Marte es solo el teatro del honor: los asesinatos prueban bajeza y cobardía, cubren de infamia y atraen represalias crueles y justas.
-Bando de Francisco Solano, marqués del Socorro y de la Solana, Capitán General de Andalucía, en Cádiz, el 28 de mayo de 1808, un día antes de su muerte.
Yo, señor, estuve presente en aquellos tiempos de gloria y fui también partícipe de los momentos de ignominia. Cuando nuestro siglo era joven y la sombra de Bonaparte clavaba su pico de águila en las banderas de toda Europa y la libertad era una espada al rojo que sólo quemaba a quienes no se atrevían a empuñarla. Carlos Pignatelli, maestro de esgrima, a vuestro servicio.
Duele tanto el recuerdo como dolió la vivencia, como duele el momento, la soledad y la lluvia. Cuanto quisimos ser, pudimos serlo, y es lástima que no fuéramos capaces de ver las realidades más allá de los sueños. El canto de la Revolución se había convertido en himno de un Imperio, y las ideas de gloria y cambio que todos habíamos visto florecer más allá de nuestras fronteras, al norte, se trocaron de pronto en violencia y miedo. Afrancesados, nos llamaron. Y, sin embargo, nos dolía la patria y queríamos un mundo mejor y nuevo. Lástima de tantas vidas segadas para acabar dando un gigantesco paso atrás en el baile de la historia.
Nos estalló la copa entre las manos. Quien dijo ser aliado, traicionó la palabra. Quien creíamos justo y preocupado, traicionó también, no por primera vez, a sus súbditos y a la patria. Allí nos quedamos, como niños que pierden en el cielo la cometa y añoran el vuelo libre de sus pétalos de hilo. Ah, señor, es dura la agonía de saber que en efecto el mar tiene murallas.
El fuego ardió en Madrid, y corrió por España como reguero de pólvora. Muerte al invasor maldito, viva nuestro rey Fernando VII, cautivo en alguna mazmorra en la Francia lejana. Tanto, tanto ímpetu perdido, tanto valor sacrificado, tanto orgullo y tanta valentía convertidos también en sangre, miedo, horrores de pedernal y navaja, mugidos roncos entre un soplo de banderas que al final no representaron a nadie.
El odio es más contagioso que la alegría en una boda, que el miedo en un hospital, que el juego de la seducción en la fiebre de la adolescencia. ¿Qué era lo que amábamos? España. ¿Cuál era el objetivo de nuestro desprecio? Francia. Todo el que tuviera un cuchillo, una tijera, una azada, una guadaña, una espada o una pistola, una aguja o una piedra se dedicó a clavar, cortar, segar, estoquear, disparar a bocajarro, pinchar o aplastar a cuanto uniforme y cuanta levita recordara al invasor. En toda España, ya digo.
Menos en Cádiz, ay. Menos en Cádiz todavía.
Hay que comprender primero cuántos pequeños dientes mueven los engranajes de la gran maquinaria que es la historia. Los hombres no somos más que marionetas que otros mueven a su antojo, y quizá ni siquiera esa fuerza enigmática es capaz de controlar cuantos elementos trata de manejar. Porque la historia no empezó en Madrid, ni empezó en mayo, como tampoco empezó en Cádiz, ni en La Granja, ni en la Corte. Incapaz me veo, lo reconozco, de remontarme a explicaciones y causas sin mencionar de manera prolija a Dantón y Robespierre, el 18 Brumario, la lucha por los mares, la guerra de las colonias.
Baste decir que el primer gran momento del siglo fue en Trafalgar, donde ya se perdió España: los amigos de los reyes no siempre son los amigos de los pueblos. Perdimos aquel único día de octubre la oficialidad más gallarda, los buques de guerra que nos habrían defendido para el mañana; quizá, quién sabe, la protección a los convoyes que vinieran después de América. Y nuestro aliado francés (porque entonces, ah, quién podría imaginar que teníamos a la serpiente escondida dentro de la manopla) perdió también el futuro y la baza de plantarle la cara por mar al enemigo inglés, que se convirtió a partir de entonces en la isla que dominaba por igual las tierras y las aguas del mundo.
También Cádiz es una isla. Y, desde Trafalgar, una isla asediada. España toda se alzaba en armas contra el francés, pero Cádiz, ah, señor, tenía al enemigo dentro de casa. Cercada por la flota inglesa, la bahía era el refugio de la flota española y la flota francesa. Barco con barco, abarloados los unos junto a los otros, un tumulto de cordajes y banderas. Una chispa que ardiera podría hacer saltar las santabárbaras. Y esa chispa se calentaba en tierra.
¿Cómo explicar la paradoja de lo vivido aquellos días, de lo sentido entonces y ahora, de lo temido? Nuestros compatriotas mataban y morían, enfrentados a los mismos colores que veíamos ondear junto a nuestras banderas. Si a España entera había dejado de importarle aquella esperanza de un nuevo tiempo ilustrado, si ahora lo imperioso era resolver qué éramos, qué habíamos sido, antes de decidir qué seríamos para el futuro, la prudencia en la guerra es, a la postre, la que vence las batallas. Quien carga a lo loco encuentra el botón del sable enemigo en el pecho. Antes de lanzarse al ataque hay que ser consciente de que en ningún momento se puede bajar la guardia.
Esto lo comprendía el general don Francisco Solano Ortiz de Rosas, marqués del Socorro y de la Solana, mi buen amigo, mi pupilo, mi mentor, nuestro Maestro. No sólo era un excelente espadachín: su formación militar lo había hecho destacar en el pasado, tanto en su América natal como en Portugal y España, igual que lo habría hecho destacar junto a otras figuras notables en la guerra que estaba por venir: junto a Wellington, pongo por caso. O Castaños, que hubo de ocupar su puesto por los acontecimientos que aquí narro y grabó para la historia un hombre que tendría que haber sido el de nuestro capitán general.
Porque, señor, las noticias al principio fueron contradictorias. Desde el lejano rincón que es Cádiz, iban pasando las semanas y no se sabía con certeza si en la España se vivía una rebelión, una revolución, una guerra o simplemente, como decía al principio nuestra prensa, una algarada como tantas otras ha habido. Con una salvedad: aunque el odio acumulado hacia el francés podía traducirse en violencia en tierra, ¿cómo volcarlo cuando tienes al francés en tu misma bahía, sin posibilidad de alcanzarlo y derrotarlo como no sea pagando el precio de perder tu flota y que sus cañonazos destruyan toda la ciudad con la facilidad con que un gigante espanta a una mosca?
A Cádiz volvió Solano, desde Portugal, donde había luchado con el francés, y aunque Napoleón no lo tenía en alta estima, porque temía su valor y su desprecio. Y en Cádiz pronto sopesó la situación, calibró la potencia de los cañones, el estado de los polvorines, la presteza de las milicias. Y llegó a la conclusión que cualquier hombre de armas habría alcanzado. Un ataque a ciegas a la escuadra del almirante Rosily, como se venía exigiendo, sólo habría causado desastre. Existía además la posibilidad de que los ingleses, que bloqueaban la bahía y cuyos barcos podían verse desde las torres miradores de la ciudad, intentaran otro ataque y, entonces, Cádiz se hundiera por partida doble. Solano decidió esperar. Su apego a la ilustración francesa ya había chocado con la perversión de los ideales que había causado Bonaparte. Sabía que ahora tenía que dar la cara por su patria, pero no hasta el sacrificio: ni el propio, ni sobre todo el del pueblo.
¿Cómo hacer entender esto a quien no entiende ni de honores ni de armas? De Sevilla llegaron exigiendo la revuelta, y Solano se mantuvo en sus trece, sin querer ceder ante ninguna autoridad militar lo que no podía ceder porque él era la autoridad militar más alta no sólo en Cádiz, sino en Andalucía entera. La guerra no es un vino barato que se bebe de un solo trago en cualquier taberna: es un caldo que se saborea lento, o de lo contrario quema.
Mientras Solano esperaba el momento para mover sus piezas, la escuadra francesa hizo lo propio. Los siete barcos se desplegaron ante la ciudad, intuyendo una declaración de guerra que se retrasaba. Nuestros barcos los siguieron, trabando una vez más la situación. El primer cañonazo, el primer tiro de fusil acabaría con una polvareda de truenos que sólo podría expresarse en números de muerte. Lo mismo que existe una rendición sin condiciones, Solano esperaba las condiciones para, entre caballeros, declarar la guerra y dejar la guerra a quienes la guerra hacen. Intentó ponerse en contacto con el almirantazgo inglés, para negociar un cambio de alianzas que, lo intuía por su formación, tarde o temprano habría de producirse, en el momento en que España tuviera una cabeza organizada a falta de Borbones o príncipes de la Paz que hablaran en su nombre.
El pueblo esperaba inquieto, y la inquietud pronto dio paso a la impaciencia. Desde Sevilla llegaron elementos perturbadores que exigieron de nuevo la guerra al general, y, si no la guerra, la entrega de armas. Cádiz se agitaba como las aguas del mar ante una tormenta.
Qué fácil es para el necio desear una acción imprudente, qué difícil es para el sabio hacer comprender que hay pasos que sólo pueden terminar mordiendo tierra. Solano reunió a sus generales, y les explicó la situación. No les pidió consejo ni apoyo: simplemente, les contó lo que pasaba y lo que esperaba hacer. Sólo dos días, dijo. Dos días para que el inglés responda y el francés acate que tiene que salir de nuestras aguas.
Con el objetivo de calmar los ánimos, se promulgó un bando que informaba a la ciudad y donde se pedía el alistamiento de voluntarios. Demasiado prolijo, en mi opinión: los argumentos de Solano tendrían que haber sido más directos, más dirigidos al corazón, puesto que la turba no tiene nunca cabeza.
Esa tarde, en la Capitanía General, celebraba Solano una recepción. Su ayudante de campo, don José de San Martín, español de América igual que nuestro Maestro y que tanto se parecía a él, recién nombrado miembro de los Caballeros Racionales, montaba guardia con los cuarenta o cincuenta soldados de su escolta. Inflamado por quién sabe qué elementos, quizá incluso por enemigos de otra logia, el populacho se concentró ante la Plaza del Pozo de las Nieves y exigió a Solano un ataque inmediato contra aquellos buques que nos observaban con los ojos de cientos de cañones.
En vano Solano fue capaz de hacerse entender. La turba ya no quería la guerra, quería que se la armara y decidir hacer la batalla por su cuenta. Como buen caballero, Solano no cedió. El oficio del guerrero no es poner a otros por delante del camino del acero, sino detener el acero él mismo. Lástima que los propios soldados a sus órdenes cedieran ante los acosos de la chusma.
Alguien trajo un cañón robado del Arsenal y lo disparó contra la casa. De pronto la fiesta se dispersó, los cristales se rompieron, la vajilla saltó hecha añicos y las mujeres lloraron de miedo y de angustia. San Martín trató de enfrentarse con sus hombres a aquella masa oscura, pero eran tantos que la masacre sólo habría producido más ira y más muertos, por lo que apenas se atrevieron a disparar al aire. Aprovechando el tumulto, me encargó Solano que pusiera a su esposa a salvo, pues con él correría grave peligro. Obedecí la orden de mi amigo. Poco sabía yo que la próxima vez que volviéramos a encontrarnos sólo nos uniría el suspiro de la muerte.
La ciudad era una debacle. Las masas exaltadas rompían y saqueaban, se repartían armas y con la misma despreocupación se deshacían de ellas, asaltaban todo aquello que les sonara francés o afrancesado, desde el consulado a las posadas. Y mientras tanto Solano no tuvo más remedio que huir del caos y escapar de la trampa de las calles saltando de azotea en azotea.
Ah, vergüenza de esta gran nación que se revuelve sin darse cuenta contra quien sería capaz de hacerla más grande. Ah, ignominia de ver cómo el varón más dotado para defender al pueblo ha de huir de su mismo pueblo, como un bandolero cualquiera, acosado igual que un ladrón de caballos. En mala hora equivocó la turba las intenciones de su capitán general, en mala hora fue presa crédula de apasionamientos que nada bueno iban a traernos a ninguno. Como un malhechor, como un asesino, Solano pasó de una azotea a otra, sintiendo a sus espaldas el sonido de la furia que le daba caza.
Se vio obligado a dejar atrás el cinto y la espada; un hombre de su corpulencia no debió tenerlo fácil para cruzar las fronteras blancas de un patinillo hasta el otro, y cualquier cosa que pudiera retrasar su huida estaba de sobra.
Esa misma espada la encontró el más soliviantado de sus seguidores, el mismo hombre que le había afeado la decisión entre la multitud, quien peor había arengado a la masa contra la prudencia del capitán general. Un tal Pedro Pablo Olaechea, antiguo novicio cartujano. Ágil como una ardilla, debió darle caza, afearle de nuevo el gesto, quién sabe si apuntarlo con alguna de las pistolas de las que se había apoderado en aquella revuelta absurda.
Lo que siguió no tuvo más testigos que los dos hombres enfrentados bajo el cielo y el viento. Baste imaginar los insultos del rufián, el honor vilipendiado del marqués, el forcejeo que termina, y eso sí lo sabemos, cuando Solano se deshace de su enemigo lanzándolo desde las alturas a un patio interior, donde luego lo halló la turba, agonizante o ya muerto.
Sigue mi capitán la escapada, salta de nuevo otras dos casas, ve una puerta entreabierta, conocida. Baja, cierra, corre, calla. Llama a la vivienda y una mujer le abre, haciendo un gesto de silencio. La señora viuda de Strange, doña María Tucker, irlandesa, elegante, controlada. Sin mediar palabra entre ambos, porque las antorchas corren ya por las calles y hay edificios ardiendo y el eco de los disparos no se apaga, la dama conduce a nuestro maestro a un tabique oculto entre los libros y alacenas de su casa. Allí Solano se esconde, a la espera de que los soldados que le son fieles recuperen el control de la ciudad.
A la puerta llaman. Abre la viuda. La turba entra en la vivienda como Pedro por su casa, vuelca, empuja, quiebra, rompe. Pero no encuentran a Solano, felizmente oculto tras las paredes secretas.
Y entonces, ah, paradoja, la casualidad se convierte de nuevo en causa. Entra en la casa un gaznápiro de ojos de odio, y se reconoce albañil en esta casa, en otro tiempo. Recuerda la existencia de un escondite entre las paredes. La viuda, valiente, lo niega. Vuelven los ánimos a caldearse. Un cuchillo en el cuello, un corte cruel en el brazo, y la irlandesa no cede en su negativa: está sola en casa con su servicio.
No llega a correr más sangre. Oyendo el peligro que su benefactora corre, Solano abre el tabique y se entrega.
Yo, señor, mientras tanto, corría por las calles, después de haber dejado a la marquesa a salvo, lejos del tumulto. En vano busqué dónde podía hallarse nuestro Maestro. Ardían las casas, el estrépito era incontrolable. Si algún soldado se había enfrentado a la muchedumbre, lo había hecho sin fuerzas, disparando al aire, o quizá dándose media vuelta y entregándoles las armas.
Cerca de la Capitanía General encontré a un hombre que corría y gritaba, blandiendo su sable y pidiendo a gritos que lo mataran. “Soy Solano, aquí me tenéis, ¡matadme!”. Pero no era Solano, y en seguida me di cuenta, a pesar del parecido entre ambos, a pesar del mismo soniquete cantarín de sus palabras. No era Solano, sino su edecán, don José de San Martín.
Lo detuve, a punto estuvo de alzar contra mí su espada, mas me reconoció como hermano masón e ilustrado. Le corrían las lágrimas y el sudor por la cara. Hombre de honor también, se sentía responsable de no haber podido contener el ataque de la turba. ¿Pero qué pueden unos fusiles y unos sables contra los cañones que la muchedumbre había robado? ¿Qué militar es capaz de volver sus propios cañones contra su pueblo?
A la luz de los incendios discutimos. San Martín insistía en inmolarse. Para mi suerte, llegó entonces el capitán don Juan de la Cruz Murgeón, quien se encargó con más tino que yo de que su compañero militar desistiera. Envuelto en los embozos de la historia, qué poco podía yo imaginar que esos dos hombres habrían de hacer historia.
Corrí de nuevo, sorteando muebles y destrozos, entre ecos de disparos y risotadas, y todo el rato con la impresión de que mayores carcajadas habían de estar disfrutando desde sus buques los componentes de la escuadra francesa.
La turba, a la altura de la calle de la Aduana, parecía tener un destino fijo. Corrí, disimulado en ella. Entre los gritos e insultos ya intuí que Solano había sido capturado. Toda mi esperanza era que una descarga de los fusileros de la Puerta del Mar consiguiera liberarlo, pero nadie parecía dispuesto a mover un solo dedo a favor del hombre que mejor sabría defendernos.
Llegué a la Plaza de San Juan de Dios y la sangre se me heló en las venas, igual que los dedos se me embotan ahora sosteniendo la pluma. Pues lo que vi no era espectáculo digno de Cádiz, sino de Jerusalén, sólo que el camino del Gólgota no lo interpretaba ahora nuestro Salvador, sino Solano.
La muchedumbre lo empujaba, lo zahería, descargaba contra él lapos y piedras, lo acusaba de afrancesado, de cobarde y de traidor. Solano tenía el uniforme roto y manchado, el blanco calzón cubierto de tierra y tizne, pero su cabeza seguía alta y, aunque no discutía con la plebe, tan consciente de los errores ajenos como del propio destino, había resuelto, como el valiente que era, no mostrar temor y afrontar con gallardía lo que fuera a depararle el destino.
Esto enfureció aún más a la muchedumbre. Tan impaciente por eliminar a su defensor como por estrellarse contra el muro de los cañones franceses, hubo quien no tuvo espera y ni siquiera permitió que, a rastras y entre golpes, maniatado a la espalda, condujeran a Solano al cadalso. De entre la multitud salió un muchacho y clavó en la ingle del capitán un cuchillo villano.
Solano trastabilló y cayó al suelo. La multitud arreció su lluvia de insultos. Envalentonado, un segundo cobarde volvió a apuñalar a mi amigo. Como un toro en una lidia, Solano arrodillado chorreaba sangre. Pero nadie tuvo piedad, y continuaron empujándolo hacia la horca, el destino al que, sin juicio y por capricho, lo había condenado la sinrazón de aquellos hombres.
Ni siquiera las heridas de muerte habían provocado piedad en aquella masa sedienta de castigo. Me abrí paso hasta las primeras filas. Vi cómo Solano era un despojo a quien solo esperaba ya escarnio. Nadie debería morir así, y menos que nadie él, tan gallardo, tan caballero, tan noble. Noté la quemazón de la empuñadura de mi espada y la alcé al cielo.
Crucé de dos zancadas la distancia que me separaba de mi amigo. Nadie osó detenerme. Torturado por el dolor, Solano no tuvo tiempo de ver cómo me acercaba.
“¡Muerte al traidor!”, grité, y mi espada sin botón, que tantas veces había intentado abrirse hueco en aquel pecho, lo atravesó ahora de parte a parte. Solano entonces se volvió a mirarme, y fue entonces cuando me reconoció. Nuestros ojos se clavaron un instante en los del otro. Traté de enviarle un mensaje mudo, traté de explicarle que de aquella manera la repugnante multitud no tendría el gusto de ensañarse con él, que no merecía semejante vejación. Quiero creer que Solano entendió, quiero creer que aquel último parpadeo ante mi cara fue el equivalente a una sonrisa, a una bendición. Entonces se desmoronó mi amigo, como una torre humana que se vine al suelo, y el silencio de la plaza duró el tiempo que tarda un reloj en pararse.
Ni aun así cejaron. Entre estertores, Solano fue alzado en volandas y arrastrado de nuevo hacia una horca donde sólo iban a poder colgar ya su cuerpo muerto. Ya apenas pude ver cómo por la hoja de mi espada, muy despacio, resbalaba hasta mi puño un reguerillo de sangre.
Un león, un solo hombre, se enfrentó a aquella barbarie. Como dicen que Jesús Nuestro Señor se encaró a los mercaderes del templo, uno de sus apóstoles, el magistral don Antonio Cabrera. Con el valor que yo no tuve, con la palabra que yo no tengo, aquel hombre de paz se enfrentó a los perros de la guerra, Marte vencido por la elocuencia de Atenea, y la ira y la justicia de sus palabras hizo a la turba retirarse. La fuerza del cobarde se debilita ante la resolución de los valientes.
El cadáver de Solano quedó tendido, empapado en su propia sangre, abandonado por quienes habían hecho de él un mártir inútil en una causa que ninguno de los allí presentes habría sido capaz de llevar a buen puerto. Sin perder comba, usando aquella palabra dulce que era también un trueno desde el púlpito, ordenó el magistral a dos de los congregados que recogieran los restos del capitán general, y con la celeridad que da la prudencia cuando es aliada del miedo, corrieron todos hacia la catedral nueva. Los seguí, dispuesto ahora, demasiado tarde, a defender con mi espada asesina el último honor de mi Maestro.
Nos atrincheramos dentro de la catedral, todavía al raso, como al raso sigue, y durante toda la noche estuvimos solos dos hombres vivos y un muerto: Solano, Cabrera, yo mismo. Entre rezo y rezo me escuchó el magistral en confesión. Sé que la absolución divina y mi sincero arrepentimiento deben de haberme redimido de mi pecado, pero no me sentí entonces, como no me siento ahora, más repuesto por lo que el destino me obligó a hacer.
Varias veces, durante aquella noche infinita, volvió a congregarse la chusma ante la iglesia, exigiendo el cuerpo de Solano para terminar de vituperarlo y descargar en él su fiebre vengadora. Y siempre, conmigo detrás, oculto en las sombras, se enfrentó a ellos el magistral, y les recriminó con palabras sensatas y con citas de fe, tan diferente en su actitud a aquellos otros frailes del convento de Capuchinos que, lo supimos luego, habían pasado la tarde y la noche repartiendo armas al populacho.
Antes del alba me escabullí de la catedral y de una cuadra cercana conseguí tomar un carro y un asno. Cargamos el cuerpo de Solano y, al amparo de ese silencio que sólo al amanecer se encuentra, salimos por las Puertas de Tierra y nos dirigimos a toda prisa hacia el cementerio. Parecía que el sol quisiera encontrarnos la pista.
Enterramos a Solano en un nicho sin nombre, recubierto de cal para acelerar la natural descomposición humana y hacerlo irreconocible: no nos cabía duda ninguna de que la muchedumbre, si lo encontraba, no cejaría hasta profanar sus restos. Dejé mi espada dentro de la tumba, porque tenerla cerca me recordaría siempre mi acción de Judas.
No anduvimos errados, y una nueva paradoja sirvió para cerrar esta triste historia. Porque, en efecto, la multitud buscó a Solano, pero no pudo encontrarlo nunca, y sólo pudieron contentarse unos pocos en deshonrar su memoria cuando no fueron capaces de seguir deshonrando su cuerpo.
Una de esas piruetas del destino, que entonces y siempre juega con los deseos y añoranzas de los hombres, cerró el círculo cuando esa misma tarde los exaltados celebraron el funeral de aquel mismo Pedro Pablo Olaechea que había arengado a la multitud contra Solano y que se había convertido, en su imprudencia, en la única víctima que en su propia defensa había causado Solano entre quienes lo querían rendido y muerto. Se le enterró con honores militares que no debía, tildado de héroe y de mártir. La paradoja, señor, que nadie supo entonces, más que el mayoral Cabrera y yo mismo, es que vino a ser enterrado al lado de un nicho anónimo donde nadie sospechaba que estaba enterrado Solano, a quien todos buscaban todavía. Enemigos del momento, traidor auténtico y traidor falso, patriotas quizá ambos de patrias distintas en una patria misma, quién sabe qué diálogos mantendrán, aburridos en el éter oscuro de la muerte, Olaechea y Solano, Solano y Olaechea, por los siglos de los siglos.
Esa fue, señor, mi intervención en aquella noche aciaga, no la primera que esta tierra ha visto, ni la última. Pero, por el papel que me otorgó el destino, es para mí la más dolorosa. No hay hombre más maldito que el que mata a su amigo. Y desde entonces no pasa una hora en que no me pregunte si Solano me entendió, si supo que mi gesto era por su honra, que la única forma de defenderlo de aquella muerte indigna era darle otra muerte repentina y dolorosa, y vaciar todo mi honor en la punta de mi espada. Todavía quiero saber si antes de desplomarse muerto Solano me comprendió, y me absolvió, y aquel rictus que deformó su noble rostro de patriota fue el amago de una sonrisa de asentimiento que jamás llegó a sus labios.
Al mando de la ciudad quedó entonces el general Morla. Sus pasos contra el francés fueron exactamente los que Solano había planeado.
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