Hace unos diez o doce años, cuando mis hijos eran más pequeños, ir a la playa se convirtió en un sinvivir, por aquello, claro, de que eran pequeños, y había que estar ojo avizor no se perdieran entre la gente, o se dieran una voltereta triple en el charquito, o todas esas cosas que pasan cuando los padres estamos más atentos mirando el tanga de la vecina de sombrilla que de nuestras obligaciones.
En la playa de Cádiz (en la playa Victoria, quiero decir) el reponer y alisar arena crea un charquito que parece un canal. Cuando sube la marea se embravece y puede llegarle a una persona de estatura más o menos normal incluso hasta el pecho: es una playa que hace escalones y produce cierta sensación de ilusión óptica ver que vas dando saltitos con las olas a la altura de los cataplines y veinte metros por delante hay un turista polaco al que le llega por los talones. Uno no se acostumbra a esas cosas porque ya he dicho en algún lugar de esta bitácora que la playa es distinta cada día.
Como otros veranos me pasé aquel verano haciendo de Mitch Buchanan: incluso tenía (tengo) un par de bañadores rojos. Allí, en la falsa orillita, vigilando las volteretas triples de mis hijos, controlando el asedio de las olas, el ataque sigiloso de los pica-pica (en otro lugar, medusas).. y todo eso sin dejar de mirar a la chica del tanga amarillo o blanco que hace como que no sabe que al salir del agua se le transparenta el totus tuus.
Puestos a vigilar niños, lo mismo da vigilar a los tuyos que vigilarlos a todos, y así me pasé ese verano (y algún otro) controlando a los dos míos y controlando a los que venían corriendo, llorando esmorecíos, porque se habían perdido; o sacando del agua a aquellos que daban volteretas cuádruples mientras sus padres bebían Cruzcampo. Recuerdo que incluso una vez, ya más adentro del charquito, se me acercó un chaval con los labios azules y muy educadamente me dijo: "¿Puede usted ayudarme, que creo que me estoy ahogando?". Le tendí el bugi que llevaba, lo remolqué a la orilla, y lo entregué al cuidado de un hermano algo caleti que le había perdido la pista.
Pero nada, absolutamente nada puede compararse al trabajo que me dio aquel verano la francesita rubia. Una monada. De anuncio de Coppertone. Acompañada de una madre veinteañera, si es que llegaba a tener veinte años, que lo dudo, y una abuela de muy buen ver todavía que no llegaría a los cuarenta (el término milf, por cierto, tendría que traducirse al cristiano por pureta). Las dos venían a la playa, se tumbaban de frente o boca abajo, se embadurnaban de loción, se quitaban la parte de arriba de los tangas y se quedaban sobadas. No digo que se ponían morenas porque no, todo lo que conseguían era un curioso color rojizo, como de cangrejo moro o de coñeta (que no sé si saben ustedes que son dos tipos de cangrejos de mi costa).
Con la madre adolescente en brazos de Morfeo y la abuela de muy buen ver recordando maratones en la riviere gauche, la niñita rubia, unos dos años, tenía toda la playa para hacer barbaridades. O sea, para ahogarse en el charco donde jugaban mis hijos y medio barrio de la Laguna.
Un caso, la criatura. Debí de sacarla del agua unas veinte veces en dos semanas: siempre volvía al remojón, siempre perdía pie, siempre la sacaba y le decía (sabiendo que no iba a entenderme) que tuviera cuidado. La entregaba a la madre adolescente y a la abuela de muy buen ver, que ni siquiera se coscaban del peligro que corría una y otra vez la cría, y vuelta a empezar. El ángel de la guarda de la niña, supuse, había decidido tomarse unos días de vacaciones.
Una tarde sacaba yo el coche del aparcamiento. Ibamos al Puerto, imagino, o a San Fernando a hacer la compra. No sé por qué, en lugar de rodear la glorieta y desembocar en la Avenida, por puro azar, giré a la derecha el volante y decidí salir por el Paseo Marítimo (esto me hace sospechar que sí, que iba a San Fernando, al Pryca que ya empezaba a llamarse Carrefour).
Uno de mis hijos hizo algún comentario, o no estaba bien amarrado al autoplay. El caso es que lo miraba por el retrovisor, controlando, y desatendiendo unos segundos (pero unos segundos nada más) la conducción (iba a veinte si acaso), cuando de entre dos coches, en el Paseo, despistada y como si la vida entera fuera un parque de juegos, se me planta ante el coche, cruzando sola la acera, la niñita francesa rubia.
Nos quedamos petrificados. Un segundo más y la habría arrollado. Me paré, bajé del coche, la cogí de la mano y la devolví a la acera, donde la madre adolescente y la abuela de muy buen ver, todavía entangadas, tomaban un refresco o se limpiaban de arena los pies con una toalla.
Naturalmente, ni se dieron cuenta ni me dieron las gracias. Regresé al coche y comprendí, en ese momento, que no era que el ángel de la guarda de la niña estuviese de vacaciones: es que el ángel de la guarda de la niña era yo mismo, aunque no estuviera en nómina.
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Categorías: Las aventuras del joven RM