Estaba en la clase de mi hermano, creo, o quizá en un curso inferior. Repitió en algún momento y quedó descolgado de su vida, en cualquier caso, por lo que desde entonces y hasta ahora sólo ha sido el señor (ya somos todos señores, siquiera por lo que dicta el calendario) con el que uno se cruza en los semáforos y se saluda y continúa su camino. Tengo la impresión de que, como tanta otra gente, me confunde con mi hermano, pero da lo mismo.
Fue un niño de infancia difícil porque quizá los demás no sabían, ni les importaba, que tenía una infancia difícil. El blanco de las burlas y de las bromas, la mofa continua de un maestro cruel que, lo sé, fue capaz, cuando sólo tenía seis o siete años, de meterlo de cabeza en la papelera. "A ver si cabe", dicen que dijo. Lento en el habla, arrastrando los pies metidos algo hacia adentro, inseguro siempre, cuando niño. Ahora que me lo cruzo en los semáforos, y me saluda confundiéndome, lo veo ya alejado de aquel niño que fue, integrado, mediocre, tan ridículo y alienado como cualquiera de nosotros, como uno mismo.
El otro día, mientras yo esperaba para hacer una gestión (enmascaremos un poco la verdad de su oficina), justo en el sitio donde él trabaja en la recepción, manejando ordenadores y atendiendo al público, llegó con unos papeles que le habían ordenado repartir. Llamó a una puerta, pidió permiso y entró y salió en menos de un segundo: eficacia en el trabajo, pensé un instante.
Y entonces se detuvo delante de la puerta ante la que yo esperaba. Y vaciló. Y no se atrevió a entrar, por no molestar a quien estaba dentro, el jefe o el ex-jefe de sección, amable cuando quiere ser amable y letal cuando se le antoja, que de un tiempo a esta parte se le antoja mucho. No se atrevió a llamar, no fue capaz de pedir permiso, se quedó allí, junto a los que esperábamos, con los papeles en la mano, sin decidirse. Cinco minutos largos. Y temblaba.
Supe entonces que había recuperado, para su desgracia, la sombra de lo que fue, que aquel niño burlado, el de la cabeza dentro de la papelera, seguía estando allí, oculto a los ojos del mundo pero quizá bien vivo y coleando a los ojos de sí mismo.
Por suerte para él, una chica llegó a la puerta, pasó casi sin llamar y él se coló luego, dejó sobre la mesa del jefe o el ex-jefe de sección la notificación y salió pitando hacia la conserjería donde es normal, o todo lo normal que se puede ser en este mundo, de regreso a la careta que enmascara la tristeza de un rostro que de pronto, de vez en cuando, vuelve a tener seis o siete años.
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