En demasiadas ocasiones la historieta es cauce para hazañas interminables de personajes imposibles o, aún peor, vehículo para tonterías en cuatro u ocho páginas con chistecito feliz y/o señora desnuda por medio. En contadas ocasiones esas historias cortas son obras de arte individuales, llenas de poesía y magia, el equivalente al cómic de eso que en literatura también se considera menor (no sé por qué): el cuento.
Muchos ejemplos hay de historias cortas en el mundo del cómic, pero es significativo que las mejores historias cortas se hayan dado en Argentina: maestros como H.G. Oesterheld, Robin Wood o Carlos Trillo se cuentan entre los poquísimos autores mundiales (no se puede olvidar mencionar también a Carlos Giménez o a Will Eisner) capaces de contar en pocas páginas historias que quedan grabadas luego en el recuerdo, bien por la fuerza de sus imágenes o por la belleza de sus palabras.
Las puertitas del Señor López es una historieta inclasificable, una ensoñación continuada de la que el lector es partícipe porque el lector es, o será algún día, el mismo López: un burguesito empequeñecido, empobrecido, víctima de su entorno y de sí mismo, un pobre diablo, un patán de buen corazón, apabullado, envilecido, regordete y sin duda con ademanes equívocos. Y sin embargo López tiene una manera de redimirse y redimirnos: cuando está solo, cuando ya no aguanta, cuando ya no puede, hay algo en su espíritu que se rebela y le lleva a abrir una puerta, muchas puertas, y en esas puertas es, brevemente, diferente. Como Walter Mitty. Como Little Nemo, cuando crezca.
Hay poesía esperando detrás esas puertas, hay absurdo, surrealismo, magia, ironía. Y Trillo se complace en despistar al lector con cada entrega, porque el misterio de la puerta es no saber nunca qué vas a encontrar al otro lado: a Dios en un juicio final, a un hipopótamo timador que se anuncia Bo Derek, a la bella adolescente que susurra amor eterno o a los jefes que manipulan y son descubiertos en su juego de títeres. No es ocioso tampoco que uno de los sueños (si sueños son) que López tiene lo lleven a interpertar Casablanca, porque sin duda Woody Allen podría ser perfecto partícipe de sus historias.
Lo triste, claro, es volver al mundo real. Y López, que es apocado, y simple, y pobre, y zafio, vuelve siempre, y siempre pierde. Su desencanto es nuestro desencanto, su espejismo se fragmenta detrás de cada portazo que escuchamos y vemos al final de cada una de sus breves escapadas, el regreso al mundo real que nos domina y nos obliga a ser testigos mudos de lo anodino de nuestra propia historia.
Pero ya habrá otra puerta.
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