El mundo de la distribución de los tebeos es un misterio tan insondable como la construcción de las pirámides de Egipto, las pautas cerebrales de algún político que yo me sé, o los criterios de programación de los encargados de la cosa de nuestras teles (¡El Abogado a las siete de la mañana en La Sexta! ¿Qué maravillas dejarán para el prime-time?).
Las aventuras del joven RM no serían muy distintas de las aventuras del madurito RM en ese aspecto, si no fuera porque el madurito RM ya no está para esos trotes y, lo que no encuentra a la primera en las pocas librerías y kioscos que nos quedan (lo de RBA, mismamente), decide olvidarlo para los restos o, si acaso, pedirlo por internet y en otro idioma.
Los misterios recónditos de la distribución son infinitos. Ya he contado muchas veces cómo, en el kiosco de la esquina de mi casa, donde lo más exótico de papel que recuerdo haber visto era el Hermano Lobo y El Caso, me encontré una mañana el Superman vs Spider-Man de Novaro, uno de esos momentos en que uno duda de si está despierto o está soñando. En kioscos perdidos en plazonetas ignotas siempre acababa uno hallando aquel ejemplar de Spider-Man que llevábamos tanto tiempo esperando (el final de la saga de la tableta de arcilla, el encuentro con el Lagarto posterior). Y en puestecitos donde más parecía que colocaban al abuelo para que el abuelo no diera la lata en casa se podían hallar los tebeos de Dólar de los grandes clásicos, tebeos que, visitador de kioscos desde los tres o cuatro años, nunca había visto yo asomarse al mundo colgados de un alfiler de palo.
El caso más extraño de todos fue, cuando encontré, en una tienda de artículos infantiles (cochecitos, libritos de cartón troquelado, sonajeros), el tomo verde Ediciones Bruch que recopilaba historietas de Anacleto, agente secreto (y que compré por una miseria, a su precio original, supongo). Y mi tercer encuentro con Corto el de Malta.
Yo conocía al personaje porque había leído en El Globo (una revista que luego pude conseguir de baratillo, aunque me sigue faltando un número), aquella excelente historia en Irlanda, "Concierto para arpa y nitroglicerina", si mal no recuerdo. Y me reencontré con él, en junio de 1977, cuando me di de bruces con el primer número de la revista Tótem.
Faltaba una viñeta, la primera, en aquella edición (Nueva Frontera, hora es de decirlo, editaba muy mal). Quizá no sospechamos nada en su momento: un texto que explicaba quién era el personaje o qué hacía allí. Quizá recurrimos a Comics Camp, Comics In, donde había un par de interesantes artículos sobre el personaje.
Paseo por la ciudad, quizá camino de la playa. Calle Goya (o sea, la calle paralela a donde hoy está la calle donde está mi casa), una bocacalle particular donde no hay nada ahora y donde no había nada entonces, ni ha habido nada nunca. Sólo que aquella mañana del verano que ya nacía encontré, para mi sorpresa, un hermoso libro de color dorado como un sueño con Victoria Abril.
Corto Maltese (así escrito, Maltese, como a mí me gusta). Cita en Bahía. Colección Noveno Arte, Pala. La editorial que nos había parecido en su momento la heredera o la competencia de Buru Lan (mucho tiempo después supimos que era una mezcla de ambas cosas), y de la que yo tenía, comprados con ahorro y mucho tesón, los cuatro primeros números, que creía únicos: Drago, de Burne Hogarth; Mandrake, de Lee Falk y Phil Davis; El capitán Misterio, de Emilio Freixas; y Jim de la Jungla, de Alex Raymond.
Y allí de pronto, un quinto tomo. Estábamos en 1977. La colección había desaparecido allá por el 72. En cinco años, no había sabido yo de la existencia de aquel quinto tomo. Coincidía con la edición que ahora publicaba Tótem: eran justo las dos aventuras anteriores (el motivo, lo sé ahora, por el que Tótem empezó por donde empezó). Mil cábalas en diez segundos. ¿Pala resucitaba? ¿Era un vestigio olvidado, un libro perdido en aquella librería cuya existencia yo ni siquiera había conocido veinte minutos antes?
Le dije a Juanito Mateos, que me acompañaba camino de la playa, que me volvía corriendo a casa. Y corriendo me volví, el corazón en el pecho. A pedirle a mi madre no sé si 75 ó 125 pesetas (hagan ustedes la conversión a euros). Vuelta a la carrera, porque eran las dos de la tarde casi aquella librería-espejismo bien podría cerrar, y tal vez no abriera de nuevo hasta dentro de cien años, como Brigadoon, o no volviera a materializarse nunca. O, quizá, quién sabía, qué horror, otro lector compulsivo de tebeos hubiera entrado, hubiera descubierto el libro de Corto, para comprarlo y dejarme sin él.
Compré el libro justo a tiempo, cuando ya iban a cerrar. Aquellos colores de acuarelas extraños y maravillosos, la sensación de estar asistiendo a un encuentro inolvidable. Faltaba todavía (y nos la traerían de Francia, aunque ni entonces ni ahora he aprendido ni papa de francés), la aventura originaria, La Ballade de la Mer Salée (o como se ecriba). Pero durante días, durante semanas, recorrí las aguas de Bahía, exploré la mirada inexplorable del marinero de Malta, no sospeché que el viejo médico fuera homosexual o sólo borracho, y fui testigo aventajado del nacimiento de un mito de la historieta.
Nunca volví a encontrar aquella librería. Y no es coña. En el callejón donde estaba, justo detrás de donde escribo, a la derecha, no hay nada. No estoy muy seguro de que lo hubiera alguna vez, palabra.
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Categorías: Las aventuras del joven RM