Ya no reconozco mi barrio y ya no reconozco a mis vecinos. Lo he dicho alguna que otra vez, refiriéndome, claro, al barrio donde nací y viví treinta años largos de mi vida, no al barrio en el que vivo ahora, que tampoco reconozco y donde, en el fondo, conozco a poca gente.
Vuelvo involuntariamente la vista atrás cada vez que regreso a mi barrio antiguo, para una de esas visitas fugaces que los hijos con mala conciencia hacemos a nuestras madres, y trato, por un momento, de recordar cómo era. No lo consigo del todo, aunque a veces me llegan retazos, imágenes de toda esa gente que ya no está, del rico anecdotario, casi de película neorrealista italiana, que fue el barrio, mi barrio, mientras yo crecía.
Y recuerdo historias: aquel empleado que despidieron porque, al cobrar la nómina, no avisó de que había pegados dos sobres (entonces el dinero era de verdad, no una línea de impresora en los bancos). Aquella niña guapa con ínfulas de pija que se enfadaba cada dos por tres con la otra niña guapa y no con tantas ínfulas de pija, a la que le quitaba los novios hasta que dejaron de hablarse, una y otra, para los restos. La primera vez que vi la violencia en directo, una escena de locura que todavía me estremece cuando paso por delante de la puerta de la casa: aquella madre enloquecida que mordía el brazo de su hija, los ojos desencajados, mientras en la mano derecha blandía un cuchillo enorme, como nunca más he visto. Doré y el Infierno de Dante, en vivo, allí delante de mis cinco o seis años. No llegó, por fortuna, la sangre al río.
Y recuerdo a mis amigos cuando aún no eran mis amigos, sino aquellos otros niños a los que yo miraba con algo de recelo y de envidia desde la ventana de mi casa. Los que eran, como yo, hijos de clase obrera destinados por ley no escrita a convertirse en obreros de la misma empresa que sus padres: niños de colegio de curas, a veces, que recién entrada la pubertad ingresaban en la escuela de oficialía de Puerto Real para después continuar la tradición familiar y ser aprendices en Astilleros. Unos pocos y yo nos salvamos de aquello, por previsión o idealismo de nuestros padres, que ya pensaban en un futuro que para nosotros ni siquiera era imaginación, mientras que el resto pasó, sí, por aquellos escalones que les tenía destinada la vida y, después, por falta de previsión o pragmatismo de quienes controlaban a nuestros padres, acabaron reconvertidos, en el paro, en otros oficios o en otras ciudades. Casi no he vuelto a ver a ninguno de ellos.
La vía del tren, que nos marcaba la frontera donde, entonces, se acababa el mundo y donde se podía ver la bahía y los pueblos lejanos, hasta que nuevos barrios transgesores, modernos ghettos, nos cerraron la vista a la libertad imaginada. Las tiendas de campaña hechas con maderas y latas, el correteo de las ratas contempladas desde el balcón las tardes sofocantes de verano, la aventura de buscar vinagreras junto al cementerio de los ingleses, hoy reconvertido a parque donde, quién sabe, duermen en vida los nietos de mis vecinos, arrastrados por el caballo salvaje o el bicho sin entrañas.
Barcos botados, con nariz sorpresiva, y latas de atún para celebrarlo. Las primeras bodas vecinales, el primer divorcio sonado, gente que marchaba a Alemania o regresaba de Bilbao. Los primeros muertos, los perros desagradables. Aquellas noches de verano tendidos en la arqueta de cemento gris, charlando de todo y nada, mirando el cielo estrellado y organizando sueños.
La música, la poesía, el tiempo inexorable que nos fue arrancando: a estudiar lejos, a estudiar cerca, a buscar otros amigos y otras novias. Los hijos borrachos de padres borrachos, el suicidio de aquel chavalote tímido, la cárcel de alguno. Tiendas que abrían y cerraban, bellezas de videoclub, tan imaginadas como protagonistas de aquel cine X que alquilaban. El fantasma de la vejez, el espectro de la soledad, y la llegada de otros rostros nuevos que hoy me miran como si yo mismo fuera un rostro nuevo en aquel mi barrio.
Yo quisiera escribir la novela de mi tiempo. O mejor el tebeo gafapasta más gafapasta jamás escrito. La nostalgia es un error, pero la memoria es una obligación de cada uno.
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Categorías: Visiones al paso