Tenía que contarles por qué no vi por segundo año consecutivo la tumba de los Médici en Florencia. Aquí va la historia:
Lloviznaba, como siempre en primavera, en excursión o en Italia, no lo tengo demasiado claro. Acabábamos de tomarnos un capucino, o una grappa, o lo que fuera. Y decidimos, Antonio González Barroso, Juan Carlos Benítez y yo (no sé si también algún profesor más) echar a andar y visitar, por fin, la famosa tumba.
Entre la lluvia tonta, el color gris de la ciudad, entre dos coches, una mano que sale y me llama. Es una voz femenina, de una de nuestras alumnas de excursión. Apurada, me dice que una compañera (ya no recuerdo el nombre) se encuentra mal.
Me vuelvo hacia mis compañeros, pero ellos no se han dado cuenta y, con la lluvia, han seguido apretando el paso. La compañera cuyo nombre no recuerdo no se encuentra mal, que digamos: se encuentra en el suelo, completamente inconsciente.
No es nada agradable ver a una persona así tirada, y menos si tú llevas la responsabilidad de lo que le pase. Me vuelvo de nuevo hacia mis compañeros: ya se han perdido en la calle, imposible localizarlos.
--¿Qué le ha pasado? --le pregunto a la chica que está todavía de pie--. ¿Ha bebido o algo?
--No. Nada. Le suele pasar a menudo.
Mientras pienso tierra trágame, me acerco a la chica inconsciente. Balbucea algo, abre los ojos, noto que está atontada.
--¿A menudo cómo de a menudo? --le insisto a la otra.
--Si se le olvida tomar la medicación --me confiesa la otra--. Le dan bajadas de tensión o algo por el estilo.
A lo John Wayne, un brazo sobre mi hombro, el otro brazo sobre el hombro de la otra compañera, llevamos a la chavala inconsciente al bar más cercano. Apenas hubo que cruzar la calle, pero por si no lo sabían ustedes, un cuerpo muerto, aunque no esté muerto, pesa.
La senté en una silla, la dejé al cuidado de la compañera y me acerqué a la barra.
--¿Coca Cola? --pedí.
Me sirvieron una Coca Cola grande, en un vaso de cristal muy bonito.
--¿Zucchero? --insistí.
La camarera me miró como si yo estuviera absolutamente majara. ¿Azúcar para una Coca Cola?
--Zucchero, prego --volví a insistir.
Me señaló un dosificador de esos grandotes, de los que tienen pitorro. Ni corto ni perezoso, ante la mirada atónita de la camarera, vacié casi la mitad en la Coca Cola.
--Grazie mile --dije, o como se diga.
Me volví hacia la mesa y a la chica que abría a duras penas los ojos le hice beber la Coca Cola saturada de azúcar.
Mano de santo. En un par de minutos, abrió los ojos, me sonrió, se puso en pie y pudo caminar por sí misma. Una bajada de azúcar, o lo que fuera, decidí.
Salimos a la calle. Había dejado de lloviznar, pero ya no me separé de las chavalas, por si las moscas.
Y así, por segunda vez, me perdí la tumba de los Medici.
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Categorías: Las aventuras del joven RM