¿Se puede catalogar de obra maestra del cómic de ciencia-ficción a una historieta de sólo dieciséis páginas realizada con arte, sí, pero también con cierta coña implícita, como puro divertimento intertextual? La respuesta ya la saben, o no estaría escribiendo sobre ella. Pero para justificarme un poco (y hacer así la reseña más larga sobre el tebeo más corto de cuantos comprondrán estos artículos, posiblemente) sólo quisiera apostillar que The Long Tomorrow, en su sintetismo, puede ser tan obra maestra como Flash Gordon o Valèrian en sus sagas continuadas, lo mismo que una canción improvisada por McCartney una mañana delante de un par de huevos fritos con bacon puede ponerse a la altura, en nuestro batiburrillo cultural, del Requiem de Mozart. Esto es lo que hay, y el tempus fugit no perdona a nadie.
The Long Tomorrow es, como casi todas las historias pergeñadas por ese genio algo chiflado que es Moebius, una tonteriíta de dibujos sublimes, la estilización absoluta de una forma de narrar y de ver el cómic como género. Sin embargo, otras historietas del autor en esa misma línea (aunque quizá con una factura plástica no tan sobresaliente) no alcanzan la redondez de esta única aventura del calvo detective Pete Club en su abarrotada ciudad futurista; recuérdense (y quizás no merezca ni la pena buscarlas), payasadas más o menos graciosas como L´Artefact (firmada por "Gyr" y centrada nada menos que en el topicazo del castillo de arena y los astronautas diminutos), o la alucinógena Approche sur Centauri (sobre un guión de Philippe Druillet y, suponemos, un buen cóctel farmacológico al alimón), o la graciosa (y yo diría que plásticamente apresurada) L´Univers est bien petit, una sarcástica vuelta de tuerca al tema del robinsón espacial y la estupidez humana.
The Long Tomorrow (y se publicó con el título así, en inglés, tanto en Francia como en nuestro país) parte de unos story-boards de Dan O´Bannon, con quien Moebius entabló contacto cuando ambos colaboraban con el desquiciado y malogrado proyecto de Alejandro Jodorowski de llevar Dune al cine. Adelantándose a Blade Runner en al menos un lustro (y a su hijastro descarado El quinto elemento en más de veinte años), la originalidad de mezclar novela negra y ciencia-ficción, obra del guionista, se dispara a las estrellas por la desbordante imaginación visual del dibujante, capaz en efecto de hacer creer que ese mundo existe y está no a la vuelta de la esquina, sino tres o cuatro niveles más arriba (o más abajo) del rascacielos más elevado del mundo.
La anécdota es simple, y cumple fielmente todos los tópicos del género negro: detective solitario (pero calvo y feo, vestido de manera futurista funcional y pelín ridícula) que es contratado por la femme fatale de turno. Las cosas se complican, hay unos cuantos muertos, persecuciones en coches voladores, un par de encontronazos con hampones, con policía robótica, un cohete que despega, algún guiño a las artes marciales y la consabida escena de sexo con sorpresa final donde el duro detective ya no remite a Philip Marlowe sino a Mike Hammer. Todo, ya digo, en dieciséis páginas. La voz en off del protagonista sirve a la vez de homenaje al género y de contrapunto sarcástico a lo que van mostrando las imágenes, enriqueciendo la historia, donde Moebius quiere ver, y posiblemente así sea, el poso de sus lecturas adolescentes y la influencia de autores como Sheckley, Asimov, Dick, Herbert o Ballard. Que una más de las sobresalientes características de un artista como Moebius es la capacidad para crear y recrear mundos novísimos queda más allá de toda duda con esta aventura urbana.
A pesar de las referencias policiacas del guión, es la estética la que domina en la historia, la que la eleva por encima de sus posibilidades narrativas y la convierte en indispensable punto de inflexión en la evolución de la cf historietística (e incluso cinematográfica, pues la gran explosión del cine de ciencia-ficción está a la vuelta de la esquina y tanto Moebius como O´Bannon formarían parte de ella): los coches aéreos, las ropas extrañas, los pájaros de Arzach que asoman en alguna que otra viñeta, los mutantes de cuatro brazos y sus peligrosas vibro-dagas, los policks robóticos que se quieren hacer los simpáticos, los tubos anti-gravedad, la superficie del astropuerto y la durísima escena del despegue, el macguffin del cerebro humano, el ente alienígena multiforme, y los niveles de la megaciudad subterránea que comunica siempre esa sensación de futuro gastado que inmediatamente abrazarían George Lucas y, en la primera película de Alien, su guionista Dan O´Bannon, autor de esta historieta. El propio Pete Club lo comenta con laconismo en la grandiosa viñeta que cierra esta prodigiosa explosión de creatividad: no es más que una historia más de los diez millones de historias que ocurren en la ciudad que se extiende hasta el infinito. Una anécdota casi intrascendente, perfecta y maravillosamente coreografiada.
Ha pasado un cuarto de siglo ya, pese a la frescura que todavía conserva este largo mañana, y aunque sabremos que nunca las habrá aún esperamos más historias de este lacónico detective capaz de desintegrar sin miramientos al ente extraterrestre que le ofrece amar en ella (¿o es "él"?) a cualquier forma de vida que desee, incluido al propio Peter Club, ahí es nada. Había que tener muchos arrestos, desde luego, o quizás amarse tanto a sí mismo para que tan tendadora propuesta resultara redundante e innecesaria.
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