En Florencia, durante dos minutos, me enamoré de una dama desconocida en un cuadro renacentista. Galería Uffizi: pensé que la había conocido en otra vida. Pero el síndrome de Stendhal no me atacó a orillas del Arno, sino en Venecia, dos días más tarde.
Nos habíamos perdido la noche anterior (otra aventura que contaré otro día), y la última noche en la ciudad nos volvimos a perder. Un incidente con una gata que tal vez me confundiera con alguien, salida de una calleja digna de Corto Maltese (también lo tendré que contar otro día), nos hizo vagar por la zona alta de la ciudad a punto de hundirse.
Venecia me llenó de congoja. Por el pasado que ya no era y del que me hubiera gustado formar parte, por el silencio de sus vías de agua, por esa extraña sensación de tiempo detenido. En una calleja cualquiera, aquella noche, oímos un piano, o un clavicordio, o un órgano de otro tiempo, quién sabe, tocando "Para Elisa": entonces la música se paró y en la ventana de un segundo piso, la única ventana iluminada, pasó fugazmente la silueta de una mujer, esclava o dueña en aquella casa.
Vueltas y más vueltas, alguien que pasaba en góndola al son de paladas y O sole mío, y atravesamos de pronto un túnel, oscuro y húmedo, con olor a gato como a gato huele Venecia toda, y entonces fue cuando nos desplazamos en el tiempo.
Yo venía viviendo la congoja de no poder escribir allí, en aquella ciudad, la novela que tardaría veinticinco años en redactar y que, al final, porque olvidé aquellos días de magia y desencuentro, volví a situar en el carnaval que conozco y a la vez amo y aborrezco, pero fue terminar de atravesar aquel túnel y vernos de pronto en otra ciudad, en otro mundo, en otro tiempo.
Los edificios que se hundían, renacimiento puro, dieron de pronto paso a una especie de universo de bolsillo, un decorado de cielo azul eléctrico iluminado por una luna casi llena que lo bañaba todo de un color irreal, como de postal. Ya no había góndolas, sino los restos de un templo romano: dos columnas en pie, otras caídas, la sensación absoluta, de haber retrocedido dos mil años en el tiempo.
Nos quedamos allí, en silencio, hasta que todos comprendimos que, más allá del asombro, ahora lo que sentíamos era miedo. No había nada más allá de aquel cielo entre azul y buenas noches, sólo agua negra, y el mármol de plata del templo.
Volvimos por donde habíamos venido, sobrecogidos, y regresamos al otro lado del túnel, no sin antes asustarnos de nuevo porque oímos unas pisadas y vimos poco después unas sombras que se extendían hacia nosotros, caminando desde el otro lado. La realidad irrumpió, prosaica y sosa, cuando nos reveló que eran dos turistas alemanes, tan despistados y perdidos como nosotros.
Cuando encontramos al resto de compañeros de Paso del Ecuador, y les contamos la existencia de aquel extraño remanso, quisimos volver a desandar lo andado y sacar al menos alguna fotografía del misterio.
Huelga decir que jamás encontramos el camino de regreso a aquel templo.
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Categorías: Las aventuras del joven RM