Cuando éramos adolescentes, no tengo muy claro que creyéramos, como tanto se cree ahora, que un tebeo llevado al cine dignificaba al tebeo, o nos daba la razón, o permitiría que el tebeo llegara a más gente y ya dejarían de tomarnos por tontos. Cuando éramos adolescentes y no existía internet, ni las librerías especializadas, ni ese desprecio olímpico al pasado del medio, sé que a Miguel Martínez y a mí nos llamaba la atención que en alguna parte, mayormente los Estados Unidos, aunque también en Francia, que había traído a Michel Tanguy a nuestras teles los jueves por la tarde, se hicieran películas basadas en tebeos.
En Zeppelin habíamos leído una notita escueta: "1954. La adaptación de Príncipe Valiente de Henry Hattaway obtiene un éxito clamoroso". Veintipico años más tarde, localizar aquella película (acaba de salir en DVD, por cierto) era imposible. Pero soñar no costaba nada.
Y héte allí que una tarde hojeaba yo el Marca (mi padre compraba el Marca) buscando aquella publicidad hoy desaparecida de películas que, por la deceleración típica de los tiempos, tardaban meses, años en llegar a Cádiz (o no llegaban nunca), cuando vi que en un cine de Madrid estaban dando "El príncipe valiente". Gracias a aquella especie de preview que era el Marca en tiempos no se nos escapó, por ejemplo, "Naves Misteriosas" cuando vino un domingo de agosto al Gran Teatro Andalucía: menos mal, porque ya el lunes daban otra cosa.
A lo que iba: la película del príncipe Valiente la estaban proyectando en Madrid. No había dibujito de Jano, y para gran extrañeza el director no era Henry Hattaway. ¿Era posible que hubieran rodado otra versión? El nombre del director, lo único que aparecía en la entradilla, estaba lleno de y griegas y uvedobles.
Pasaron los meses. Puede que incluso pasaran los años. En sus extrañas aventuras románticas (un caso, mi amigo Miguel), mi amigo Miguel a veces aparecía arrastrando a alguna chica que le gustaba y a la que invitaba (es un decir) al cine. Lo malo es que la chica aparecía con toda su pandilla, cinco o seis chavales de aspecto patibulario que lo mismo, quién sabe, no se fiaban de aquel otro chico de calcetines a rombos y gafas de carey. O sea, mi amigo.
Una mañana, hojeando el Diario de Cádiz (mi padre compraba el Diario de Cádiz), el corazón en un vuelco. Cine Terraza, a las nueve de la noche. "El príncipe valiente". Ni una imagen, sólo el nombre del director con aquellas uvedobles y aquellas y griegas. Llamada a Miguel. ¡La están echando en el Terraza!
El Terraza, amigo lector, era un cine de verano. O sea, al aire libre. Los cines de verano,cuando existían, eran el equivalente a los videoclubs o la mula de nuestro tiempo, la posibilidad de repescar o de volver a ver los estrenos del invierno... o de muchos inviernos anteriores. Lo malo es que las películas de los cines de verano cambiaban a diario.
Allá que fuimos, corriendo, a las siete de la tarde, Miguel y yo, a comprar las entradas, no fuera a ser que nos quedáramos sin ver la peli de nuestros sueños. Un calor espantoso, en agosto, en Cádiz. Miguel me avisó entonces que había quedado con una de aquellas niñas que amaba en la distancia y a la que no hablaba casi nunca (recuérdenme que les cuente algún día la historia del billete de ida y vuelta del autobús). Bueno, qué más me daba. Lo importante era que íbamos a ver El príncipe valiente. Si encima la chica traía una amiga...
La chica trajo su guardia mora, con la que no cruzamos ni una palabra. Nos sentamos en las incómodas sillas de madera. Y empezó la película. Y terminaron nuestros sueños.
Porque aquello era medieval, sí. Pero no era, por mucho que nos habíamos empeñado en tratar de equiparar mirando una y otra vez los fotogramas colgados en la puerta, la adaptación del tebeo. Era una película polaca que adaptaba, imagino, una leyenda medieval polaca. Hecha con dos kopecs, o como sea que fuera o sea la moneda polaca. Sin el más mínimo sentido del ridículo (Chus Parrado tendría que programarla en su "Peor Imposible", lo juro).
Recuerdo vagamente el argumento: un mozo de establo se hacía pasar por tonto, o un príncipe se hacía pasar por mozo de establo que se hacía pasar por tonto, y en un castillo invadido por una horda de bandidos trataba de sobrevivir y salvar a la princesa de turno. Haciéndose pasar por tonto, ya lo he dicho. Yo veía, me esforzaba por ver algún paralelismo con Andelkrag, o con el rapto de Ilene, con los hunos, con las trapicherías de Val. Pero ni por esas. Hoy, que uno es un poquito menos inculto, lo mismo trazaría el paralelismo con Ulises convertido en anciano a su regreso a Itaca, pero aquella noche de verano no andaba uno para muchos análisis literario-cinematográficos.
El alma se nos cayó a los pies cuando el príncipe valiente dijo por primera vez, y lo dijo muchas, su frase característica. Le preguntaban cómo se llamaba y él respondía "Ba-yaya". Así, una y otra vez. "Ba-yaya".
El príncipe Bayaya, se tendría que haber llamado la peli, decíamos, y no El príncipe Valiente.
Luego, cuando superamos el trauma, cuando olvidamos las conjeturas que hicimos sobre qué pensaría de nosotros la bella muda y su escolta de sicarios (a los que nunca volví a ver, por cierto), la decepción dio paso al cachondeo. Durante un par de años "Bayaya" se convirtió en una frase fetiche, una punchline privada.
Por desgracia, cuando años más tarde pasaron por la tele la versión de verdad, la de 1954, la de Henry Hattaway y Robert Wagner, tampoco nos hizo demasiada gracia.
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Categorías: Las aventuras del joven RM